No consigo imaginarme la tortura contenida y callada de los últimos años del maestro, cuando sus ojos ya no le permitían recoger y plasmar lo que su pasión por la isla le pedía, todo lo que Ibiza le exigía y le inspiraba. Como fotógrafo había podido reproducir lo que veía, pero no lo que sentía. Como pintor había podido expresar lo que veía y también lo que sentía, pero era consciente de que cada lienzo acotaba un encuadre concreto, un único flash, la escena singular de un paisaje rural, una marina, una procesión, el interior de una iglesia, una casa... Los pinceles, sin embargo, no podían recoger las creencias, las supersticiones, las leyendas, las canciones, las expresiones populares de la gente… De aquí, tal vez, que el pintor tuviera la necesidad de explayarse con otro registro expresivo que le permitiera abarcar y explicar todo lo que de la isla conocía y amaba. Todo ello pudo hacer que el maestro, en algunos momentos, cambiara el pincel por la pluma.

Me lo imagino así en la soledad y el silencio de su estudio, en su luminoso piso de Vara de Rey, con vistas a s’Alamera y a Dalt Vila, hilvanando una historia que pudiera religar todo aquel mundo insular inabarcable que en los lienzos quedaba constreñido,-aunque fuera en una magnífica expresión- en una única imagen. Así pudo nacer la exigencia de pergeñar una historia que, como luego he sabido, tuvo entregas periódicas, el 1933, en el Diario de Ibiza.

La personalidad del maestro

La personalidad del maestroDe aquel texto completo del maestro tuve una primera noticia hace ya muchos años, en Barcelona, cuando visité a la nieta del pintor, Guillermina Puget, a la que aquí agradezco la amabilidad que tuvo de proporcionarme una copia mecanografiada del manuscrito del maestro. En aquel momento no llegaron a puerto las gestiones que hice para su publicación, cosa que, por fin, dentro de unos días, aprovechando la diada de Sant Jordi, veremos en las librerías.

Dicho esto, conviene advertir que las rayas que siguen, más que un comentario sobre su escritura, pretenden únicamente aportar las ‘señales de pista’ que, por boca de los protagonistas del relato, nos deja el propio pintor. De manera que será él quien hable, no yo. Mi intento aquí se limita a recoger una gavilla de frases que puedan ayudarnos a descubrir aspectos que no conocíamos de la personalidad y la mirada del maestro, de su incondicional amor a la isla y a sus gentes. Son textos sencillos y directos que bien pueden emocionar y sorprender al lector.

El pintor, camino de Jesús, un día de invierno. Foto: Archivo familia Puget

La novela tiene el desarrollo que ofrecían exitosas obras en el momento en que Puget escribió su relato. Era el caso de ‘Los papeles póstumos del Club Pickwick’, de Dickens o ‘La vuelta al mundo en 80 días’, de Verne. La historia arranca en un caserón londinense y en una guisa de Sociedad, Círculo o Casino, que Puget llama en su primer capítulo ‘El club de los millonarios’, cuyos miembros, ilustrados mecenas de las Bellas Artes, dotan con un importante premio en metálico al escritor que presente el mejor libro. Emma Whisfler, escritora que curiosamente es hija de un pintor, acepta el reto y busca inspiración en un viaje que la sitúa casi por casualidad en Ibiza. Y del argumento no explico más porque destriparía la historia que el pintor aprovecha para narrar la aventura que la protagonista vive en la isla, circunstancia que nos permite conocer sus rincones y la vida de quienes viven en ella.

Desvelar misterios

Desvelar misteriosOtro detalle que nos descubre la singularidad de su mirada lo tenemos en la idea que nos da de la pintura: «El hombre tiene frente a la realidad una tendencia innata a desvelar su misterio, pero cuando lo alcanza, deja de interesarle (…) Toda obra de arte tiene que tener un punto de misterio y si no lo tiene, no es arte». Y todavía añade: «El hombre que siente el Arte, sabe hablar con la Naturaleza, ama a su familia, ama a su Dios y así consigue la verdadera felicidad sobre la tierra». Es evidente que Puget/escritor no puede obviar la mirada del artista y de aquí sus comentarios: «Es como si en estos paisajes todos los pintores hubieran volcado sus paletas»; y que desde la plazoleta de la Iglesia de Sant Rafel, mirando el telón de fondo del pináculo de la ciudad y sobre la línea del horizonte y más al sur Formentera, nos diga que «frente a un paisaje tan maravilloso, no hay pincel capaz de trasladarlo al lienzo».

No mucho después y camino de Corona dirá que «en ses Marrades, la armonía de color tiene un no sé qué de grandeza que no consigo explicar». Sus referencias a la pintura son constantes y no pueden dejar de serlo porque es su forma de ver la realidad. Uno diría que Puget escribe cuadros: «El llano de tierra roja parece un lago de sangre». Y en un guiño al extraordinario acuarelista que fue su hijo, Narcís Puget Riquer, comenta que «los acuarelistas consiguen unos efectos y unas transparencias tan delicadas que con la pintura al óleo jamás se conseguirían». Son imágenes manifiestamente pictóricas que llegan a tener, en su sencillez, una belleza insólita, sorpresiva y casi surrealista, caso de la descripción que el pintor pone en boca de Emma, la protagonista, cuando navega con unos amigos junto a cala Llentrisca: «De un asilvestrado enjambre creado en la inaccesible entrada de una cueva, una cascada de miel se descuelga en el cantil como una serpiente de caramelo que como plomo derretido se derrama en el mar». Son visiones que a veces llegan a la exaltación: «Al ver el Vedrà, la emoción es tan grande que aplaudimos».

Excursión de los alumnos del pintor a sa Font d’en Lluna. Pont Vell de Santa Eulària.

La mirada de Puget/escritor es a tal punto la del pintor que la descripción de cualquier paisaje responde siempre al encuadre de un lienzo. He aquí lo que nos dice de la bahía de Vila: «Una corona de montañas se miran en un gran espejo y, recostadas en la colina, centenares de casitas blancas beben en la orilla y, sorprendidas por nuestro barco, huyen en desbandada». Es una hermosa manera de decirnos que, en la ciudad escalonada, las casas parecen retroceder según ascienden hacia la cima que corona la Catedral. En otras ocasiones, la escritura discurre en frases cortas que, cargadas de lirismo y de melancolía, nos contagian la expectación de una navegación que promete sorprendernos: «Nos hacemos a la mar en una barca que parece de juguete. Son las tres de la mañana y todavía se ven algunas estrellas. La mar todavía duerme».

Adjetivos y colores

Adjetivos y coloresPuget utiliza los adjetivos en su escritura como aplica los colores en sus lienzos: «Fíjese -dice la protagonista a un amigo- qué finura de tonos, qué fuerza, qué delicadeza de matices en el mar y el cielo; fíjese en esas nubes de púrpura y fuego; fíjese en esas gasas transparentes y en su finísima gama de colores». El pintor/escritor ve en el firmamento «cortinajes rojos». Y en el mar «un flamígero lecho». Sólo un pintor escribe así.

El pintor mantiene la hilatura de su relato para convertir al lector en partícipe de lo que vive su protagonista, sea el Carnaval, el baile ancestral en la fiesta de un pueblo, una xacota, una festiva y colorista boda rural o la celebración de unas matanzas. Sin olvidar por ello las costumbres ancestrales que los lugareños le explican a Emma, es missatge, sa desfeta o sa llaurada. Sorprende también su desinhibido y heterodoxo planteamiento al presentarnos a su protagonista amancebada: «Sólo deseaba unirse al hombre que odiaba para cubrir su deshonra».

Y no sorprenden menos sus hallazgos expresivos, pícaros en ocasiones: «una solterona más tiesa que un recluta»; o «las quince enaguas de las payesas están tan almidonadas que colocadas en el suelo se sostienen solas»; o «la muchacha que tiene la desgracia de ser contrahecha tiene la suerte de no distinguirse de las más hermosas debido a su vestimenta que la cubre de pies a cabeza, de manera que cuando se le descubre su secreto, el pájaro ya no puede escaparse».

Carnes en ropas mojadas

Carnes en ropas mojadasY podemos encontrar comentarios manifiestamente sensuales: «El viento le pegaba a sus carnes las ropas mojadas que perfilaban la silueta del desnudo más puro que un escultor pueda soñar»; O cuando advierte que «debajo de tanta ropa deben ocultarse unas formas esculturales y seductoras». Encontramos, incluso, frases que rayan la comicidad: «a la muchacha se le había ido la mano al untarse con miel los rizos de su cabello, envueltos en un enjambre de moscas dispuestas a participar en tan agradable banquete».

Según avanza el relato, uno cae en la cuenta de que no hay nada relacionado con la isla que al pintor le sea ajeno. Todo le interesa. De ahí que no resulte extraño que nos hable de arquitectura, de sucesos históricos o de arqueología. Con intuiciones que dan en la diana. Es el caso del comentario que hace de las estatuas romanas que tenemos en el Portal de las Tablas: «Puedo asegurar que estas estatuas tenían postizas las cabezas, sobrepuestas. Basta fijarse en los huecos donde las testas encajaban. De ahí que no se vea rotura alguna en el cuello». Hoy sabemos, efectivamente, que la mayoría de los escultores romanos, para abaratar su producción, creaban una variada galería de bustos -nobles, tribunos, damas, diosas o emperadores-, a los que, en el hueco que el pintor descubre, colocaban la cabeza que, en este caso, sí era esculpido como retrato, es decir, con el máximo parecido que el escultor era capaz de reproducir.

Finalmente y para cerrar estas rayas, recojo unas frases especialmente relevantes porque, además de ser conclusivas en la novela, dejan entrever un trasfondo ético y religioso que nos habla del sentido de la vida, de la trascendencia y de que el ser humano tiene siempre una segunda oportunidad para redimirse. Son aspectos que nos descubren la faceta más íntima que de sí mismo el pintor puede darnos. Ocurre, por ejemplo, en el comentario que hace sobre Emma: «A pesar de la vida desordenada que había llevado, ella estaba segura de que existía ‘algo’ sobrenatural». Y más claro queda cuando los pensamientos de la protagonista se convierten en una oración: «¡Dios mío! Tú que has hecho que al pisar esta isla sagrada desaparecieran los demonios que desde niña me han atormentado, no permitas que sus venenos vuelvan a mi alma. Aquí, en Ibiza, he encontrado la luz, la verdadera vida. Sé que la fuerza que me trajo aquí venía de lo Alto, venía de Dios. Por fin, he encontrado la felicidad, la verdadera dicha». Y en otro párrafo, cuando frente a un paisaje los protagonistas envidian la visión cenital de las gaviotas, Emma se hace una pregunta que es ya filosofía: «¿Por qué no añadiría Dios alas a nuestros cuerpos, como tienen los pájaros? Tal vez sea porque entonces nuestra felicidad sería demasiado grande (…) Yo creo que Dios consintió en que el hombre cometiera pecado en el Paraíso para que, castigado y perdida la felicidad, pudiera conocer la dicha (…) El ser que no conoce la desgracia tampoco puede conocer la felicidad. El ser humano no percibiría el goce que produce beber un vaso de agua fresca y cristalina si no hubiese sufrido la tortura de una sed abrasadora. ¿Acaso sabría el hombre lo que significa la ventura de la vida si no sufriera algunas veces desventuras?».

Estos últimos pasajes de la novela adquieren un tinte encalmado, netamente moral y regenerador. Emma ya no se acuerda del premio que esperaba recibir si escribía una buena historia para aquel Círculo de mecenas londinenses. En la isla ha encontrado la paz. Sin embargo, Puget nos dará todavía una última sorpresa en el párrafo que cierra su relato y que adquiere un giro totalmente inesperado. Sólo diré que se produce un disparo y alguien muere. El lector tendrá la clave del relato -que en cierta manera puede quedar abierto porque no sabemos qué pasa después- si descubre quién ha sido el autor del disparo. En cierta manera es como si el autor nos dijera que sólo la muerte da sentido y hace posible la vida. Y que para conseguir la felicidad, las más de las veces, tenemos que pagar un precio que puede ser elevado.

Y aquí lo dejo.