La estricta y carpetovetónica moral del nacional-catolicismo que tejió el estamento eclesiástico, curas, monjas y frailes protegidos en los años de posguerra por el Estado, se vino abajo como un castillo de naipes cuando, en el inicio de los años sesenta, el turismo nos trajo el mercado común de los cuerpos. Al principio, hubo broncas desde los púlpitos de las iglesias y se llegó al insólito extremo de multar a los turistas que paseaban en pantalón corto por los Andenes, pero aquella represión duró poco. El turismo era el maná que el país necesitaba y, más pronto que tarde, las autoridades advirtieron a la Guardia Civil y a los Municipales que hicieran la vista gorda ante el aluvión de bikinis que inundaban las playas y las terrazas. En cualquier caso, el choque fue tremendo y, en los primeros años, aquel descaro somático de las exuberantes vikingas que circulaban casi en cueros provocó un levantino cabreo en las ´fuerzas vivas´, en los defensores de la España profunda que, afortunadamente, en nuestra isla estuvieron siempre en minoría.

Una de las voces más airadas que recuerdo fue la de nuestro excelentísimo y reverendísimo señor obispo que, alarmado por los estragos que causaban en nuestras costumbres las hembras extranjeras, nos dejó perlas como ésta en la Hoja Semanal que se distribuía los domingos en todas las parroquias: «Con su indecoroso proceder en playas, bares y vías públicas y, más aún, con sus hábitos escandalosos, el turismo está creando en nuestra isla un ambiente maléfico que nos asfixia y que corrompe a nuestra inexperta juventud. Nadie se explica por qué se tolera a ciertas personas que, no contentas con vivir en el vicio, lo propaguen descaradamente». Aunque, a decir verdad, no era una frase que pudiera extrañarnos y que convenga sacar ahora de contexto, porque no era diferente lo que se oía en otras geografías. El cardenal Segura, sin ir más lejos, decía que «el baile era estrago de inocentes, tiniebla de varones, infamia de doncellas, histeria de querubines y alegría de demonios». Me pregunto cómo sabía el cardenal lo que pasaba por la cabeza de ángeles y diablos.

El caso es que el Estado y la Iglesia iban juntos ´por el imperio hacia Dios´, como se decía, mientras que el hombre y la mujer, contrariamente, debían estar lo más separados que se pudiera hasta que el cura de turno los uniera en ´sacrosanto matrimonio´. En aquel escenario, los palanqueros éramos los malos de la película y el clero nos situaba en la sala de espera de don Pedro Botero. Si así era, yo imaginaba aquella antesala del Averno atiborrada porque éramos legión los que zascandileábamos con las misericordiosas y fogosas extranjeras. Era un incendio que nadie podía sofocar. Tanto fue así que incluso el reverendo que me confesaba en Sant Elm y de cuyo nombre no quiero acordarme -cura que me machacaba con duras penitencias y severas admoniciones-, acabó fugándose de la isla con una señora casada.

Es evidente que, propia experiencia, sabía lo que decía cuando me susurraba al oído aquello de que «como el hombre es fuego y la mujer estopa, el diablo sólo tiene que soplar». Mayor freno tuvimos en los ejercicios espirituales de Semana Santa que, con mucha prosopopeya y gravedad, nos impartían en el Convento de Santo Domingo a los alumnos del instituto de Santa María -los chicos en los bancos de la derecha y las chicas en los de la izquierda-, con sermones que cargaban las tintas para que los alumnos mayores, los de sexto, no nos pasáramos de la raya en el caliente verano que ya teníamos en puertas.

Atentado al pudor

El predicador nos hablaba desde el púlpito del atentado al pudor que suponían las indignas modas que las extranjeras traían: «Piernas al aire hasta el muslo, brazos al descubierto hasta el sobaco, pechos con escotes vertiginosos y vestidos ceñidos de modo inverecundo. ¡Esto es un escándalo! ¡Peor que desnudas van algunas extranjeras!». Y uno pensaba, «¡Caray! ¡Cómo se fija el reverendo!». Conste, dicho esto, que con ello no cuestiono ni critico aquellas bienintencionadas advertencias y broncas clericales porque los curas, como correspondía, iban a lo suyo. Y porque aquellos eran otros tiempos.

Basta recordar la idea que las matronas de la Sección Femenina tenían sobre la mujer que, indefectiblemente, debía dedicarse a ´sus labores´ en el dulce hogar, lugar prefijado para ellas por una sociedad de valores estrictamente viriles. En los manuales que utilizaban aquellas pudibundas señoras de la Falange se leían cosas como ésta, dirigidas a nuestras castigadas amigas que, por los peligros que suponían para nosotros, no pudimos tener en el instituto como compañeras de pupitre: «Mujer, tú no naciste para luchar. La lucha es condición del varón que debe ser mitad monje y mitad soldado. Tu misión de mujer está en imprimirle sello al hogar del que serás la reina y en el que formarás espiritualmente a tus hijos, condición que vale tanto como formar espiritualmente a la nación».

La consecuencia era que, con aquellas lecciones, nosotros teníamos a las amigas del país para, siguiendo los cánones establecidos, ennoviarnos y matrimoniar a su debido tiempo. Y a las extranjeras, por supuesto, cuando podíamos y se presentaba la ocasión, cosa que sucedía de uvas a peras, para estrujarlas convenientemente, desfogarnos y acudir así, con el necesario entrenamiento reproductor, al tálamo nupcial.