«Después del primer vaso, uno ve las cosas como le gustaría que fuesen.

Después del segundo, uno ve las cosas que no existen. Finalmente, uno acaba viendo las cosas tal como son, y eso es lo más horrible que puede ocurrir».

(Oscar Wilde)

Cuando escribí estas notas, en el mes de octubre de 2011, nuestra Enciclopèdia d´Eivissa i Formentera andaba peleándose con el interminable santoral de nuestros pueblos y no pude instruirme como hubiera deseado con la entrada ´suïsser´ que, a buen seguro, había de figurar en el volumen 12 que entonces estaba pendiente de publicación. Por lo que pudiera ser, acudí al Servicio de Normalización Lingüística del Consell y, para mi sorpresa, Joan Albert Ribas me advirtió que no escribiera ´suïsset´ como retenía no sé por qué mi memoria, sino ´suïsser´, con ´r´ final, una palabra que luego no he conseguido localizar en ningún diccionario, ni siquiera en el catalano-balear Alcover-Moll. Es evidente que la palabra suïsser, al perderse la consumición del formidable brebaje al que daba nombre, paulatinamente dejó de utilizarse y ha pasado a ser una reliquia. Hasta tal punto que si en un bar pedimos un suïsser a quien no sea un ibicenco entrado en años, no sabrá qué servirnos. Del suïsser tampoco hablan -o no he sabido encontrarlo en sus escritos- el canónigo Macabich, Enrique Fajarnés Cardona y el Archiduque, circunstancia que me mantenía en mi ignorancia sobre una bebida que, sin embargo, recordaba bien porque era cotidiana y común en los bares de la Marina y en los cafetines del puerto. Y a punto estuve de abandonar estas notas, cuando me acordé de quien siempre me ha dado cumplida noticia de los licores que tradicionalmente se han consumido en la isla, Bartomeu Marí Mayans.

Según comenta Bartomeu, la fórmula del suïsser debe mantener una proporción exacta de tres elementos: media medida de absenta y media de sirope de limón, mezcla a la que se añade agua muy fría, sin ahogar la mezcla. El sirope casero puede conseguirse con el zumo de 8 limones y la corteza rallada de 4 de ellos, 750 gm de azúcar y 250 gm de agua.

La absenta o ´hada verde´ es la madre del suïsser y conviene detenerse en ella porque tiene una controvertida y azarosa historia que, no sé cuándo ni por qué, derivó en el suïsser ibicenco. Con aportes de hinojo y anís, el ingrediente principal de la absenta es la Artemisia absinthium o ajenjo, que los egipcios conocían con el nombre de saam y que los griegos ya utilizaban con fines curativos. Es sintomático que la palabra griega de la que procede, absinthion, signifique paradójicamente ´no bebible´. El caso es que sus usos medicinales hicieron que la recuperara para la farmacopea dieciochesca el médico suizo Pierre Ordinaire, que en 1792 vivía en un convento de ursulinas que vendían la bebida como un elixir. Un tal Dubied consiguió de las monjas la receta, que sus hijos explotaron comercialmente a partir de 1797, en Couvert, al crear la destilería Dubied Père et Fils. Uno de los hijos de Dubied fue Henry-Louis Pernod, de donde viene el nombre del ´pernod´ que se convertiría en la bebida nacional francesa.

Poco después, en 1840, la bebida se administró como antipirético a los soldados franceses que, cuando regresaron del frente, continuaron consumiendo el milagroso brebaje que salió de las farmacias para venderse en tiendas, bares y bistrós de la época. Su altísima gradación alcohólica, que alcanzaba los 80 grados, y el hecho de contener tuyonas, principio activo que en dosis altas produce alucinaciones y daños cerebrales, hizo que cundiera la alarma y que a partir de 1915 se prohibiera en toda Europa, pero no en España ni en Portugal. Con el tiempo, la absenta se legalizó y hoy está en la base de cócteles innumerables que -mezclando cálamo, angélica, láudano, hisopo, melisa, cilantro, verónica, enebro, nuez moscada, regaliz, menta, hierbabuena o cannabis- siguen siendo explosivos.

Los artistas de finales del siglo XIX y XX, convencidos de que el licor estimulaba su creatividad, vieron en la absenta un camino de inspiración hasta el punto de que su consumo se ritualizó entre la bohemia, de manera que entre sus consumidores estuvieron Van Gogh, Oscar Wilde, Baudelaire, Manet, Toulouse-Lautrec, Picasso, Degas, Hemingway, Verlaine, Rimbaud y muchos otros. En ´El vuelo de Ícaro´, novela de Raymond Queneau, el personaje principal nos da la liturgia que rodeaba su preparación con una cuchara perforada que se sostenía con un terrón de azúcar sobre la copa, mientras el líquido verde y amargo se derramaba lentamente sobre él. Se servía siempre en una jarra de agua fría para rebajar la mezcla, que daba su característico color lechoso y opalescente. Se sabe que a finales del siglo XIX la adulteración del brebaje con cobre, zinc, índigo y cloruro de antimonio para potenciar su color amarillo-verdoso y provocar el efecto louché potenció su reputación de bebida inductora de alucinaciones. Wilde comparaba el ardor de la absenta con el incendio del ocaso y, más próximo a nosotros, Joan Manuel Serrat, en uno de sus poemas, la menciona como poderoso filtro de amor.

Ignoro por qué caminos llegó la absenta a nuestra isla -tal vez la trajo un marinero- y tampoco sé cómo se convirtió después en el tradicional suïsser al que con retranca se le llamaba «el aperitivo del abuelo». Lo que sí he podido comprobar es que, entre nosotros, los más mayores no han olvidado alguna involuntaria cogorza y el esofágico fogonazo que suponía beberse, la más de las veces en ayunas, un suïsser de un solo trago en el bar Dorado, la Estrella, el Metropol, el Pou o el Pereira. Y también sé, porque en este extremo han coincidido todos mis informadores, que el mejor suïsser lo servían en Ca na Salvadora, en La Canal, donde utilizaban un largo tubo en espiral o serpentín que conseguía el correcto enfriamiento del agua y afinaba el brebaje.