El uso del taxi es una fantástica manera de cogerle el pulso a la realidad. Hace apenas una semana, un conductor me comentaba al borde del llanto que había invertido ¡una hora y cuarenta y cinco minutos! en cubrir la distancia entre el aeropuerto y Santa Eulària. En abril. Y eso que el hombre había optado, conocedor de la saturación de las arterias de tráfico de la isla (cómo fuman, las condenadas), por los tradicionales atajos que ya ni sirven para no perder tiempo al volante. Ayer domingo, el taxi tuvo que evitar a un colgado que circulaba prácticamente por el medio de la calzada a la altura del colegio Joan XXIII de Vila. Yo, siempre cauto y civilizado, saqué la cabeza por la ventanilla para recordarle a gritos que tenía una acera a su disposición. La taxista, una encantadora mujer de Sant Antoni, me relató entonces entre risas el espectáculo de un turista en esta localidad en bermudas, camiseta de tirantes y chanclas hace apenas un mes. «¡Con el frío que hacía! Mis amigas y yo no podíamos parar de reír!». Qué insensato, pensé. Aunque lo peor está por llegar, rezongué. A partir de ahora, este magnífico turismo que hemos estado mimando y promocionando en los últimos años nos deparará sorpresas sin fin. Un carrusel de asombro e indignación que durará hasta octubre. Pero es lo que tiene el verano, oiga. Ya saben, como los tres monitos. Ni ver, ni oír ni decir ni pío ante el maná celestial.