Al dinero le gusta Ibiza. Es un gran negocio hasta que se harten de ella o descubran un destino más virgen e idílico. Un día nos acostamos en esta hermosa isla mediterránea con turismo familiar y, sí, mucha fiesta, aunque mayormente confinada a las discotecas techadas gracias a las movilizaciones ciudadanas, y por obra y gracia de los verdaderos 'influencers' de hoy y siempre, que son los inversores, despertamos otro en un émulo de Saint-Tropez, saturado de beach clubs y hoteles musicales, pero con los sueldos de 'Españistán' y la fiebre constructora de Malta. Y vivimos peor, porque su lujo es nuestra carestía y los beneficios ni siquiera revierten en la isla. No sé a ustedes pero a mí me resulta ofensivo y grotesco que en un territorio tan frágil, donde el suelo y los recursos se agotan y los jóvenes no pueden acceder a una vivienda, no paren de edificarse casoplones para ricos con licencia y bendición municipal. Mansiones ostentosas y urbanizaciones de alto standing concebidas como segundas residencias o alojamientos vacacionales, que desfiguran los perfiles de nuestras montañas para que unos pocos disfruten unos días al año de vistas privilegiadas al mar desde sus piscinas de agua potable. Pero el dinero también es caprichoso y confiar el futuro a este lujo depredador, suicida. Cuando acaben de vender nuestro paisaje tal vez volarán a otro paraíso dejándonos por legado unos «exclusivos» horizontes de hormigón.