Sabíamos que el número de personas sin trabajo y sin techo sigue creciendo en Ibiza. La novedad es que ahora, entre los tradicionales moradores de cajeros, puentes y soportales hay también hombres y mujeres con trabajo a los que los prohibitivos precios de los alquileres están condenando a una acampada perpetua en precarias tiendas de lona, en coches abandonados o en sacos de dormir. Crecen por todas partes nuevas ´urbanizaciones´: en bosques, descampados y cuevas. El último de estos nuevos pueblecitos sin las mínimas condiciones higiénicas está surgiendo ante nuestras altivas narices de especuladores sin escrúpulos. Justo en es Soto, en pleno Patrimonio de la Humanidad, en una dramática paradoja de la Ibiza actual: el pobre al hoyo y el rico al chollo. Uno de los habitantes de estos poblados ha puesto palabras al contraste que ofrece la illeta daurada (de oro) actual. Explica que, cuando puede, trabaja en un lujoso beach club de es Jondal. A pesar del glamour innegable de su lugar de trabajo, el sueldo no le da más que para malvivir en una tienducha con un hornillo de gas y cuatro humildes pertenencias que pronto serán desmanteladas por el Ayuntamiento. No sé si su nómina le daría para tomar un café entre musculitos y botoxizadas en ese mismo establecimiento que a veces le emplea, pero está claro que, en Ibiza y Formentera, con lo que antes se llamaba un trabajo digno no llega para un alquiler.

El negocio salvaje de la vivienda turística, que ahora extenderá su abrazo legal a los pisos en zonas urbanas por gentileza de los muy progresistas gobernantes de las Islas, está condenando a la exclusión no sólo a quienes no tienen un empleo, sino a aquellos trabajadores que se las ven y se las desean para que algún propietario magnánimo se digne a rentarles una de sus viviendas durante todo el año a un precio razonable. Luego, en un gesto de generosidad sin par, estos mismo arrendatarios llevarán a Cáritas, cuya delegación ya no da abasto ante el aluvión de ´clientes´, unas latas antiguas de melocotón en almíbar y cuatro ropas viejas para acallar sus mezquinas conciencias.

Mientras empieza a resonar el tintineo de las monedas con el inicio de una temporada que promete traer gente como para reventar las costuras de las Pitiüses, el territorio se va llenando de pequeños asentamientos, a la manera de las grandes ciudades españolas en los años 50 y 60. Ahí están, delante de nosotros, aunque hagamos como si fueran transparentes o nos esforzemos en desalojarlos para que no distorsionen la idílica imagen que pretendemos dar a los visitantes. Como el problema sigue creciendo, propongo que, en lugar de echarlos o de construir muros de hormigón para que no se vean, instalemos un coquetón vallado y unos paneles informativos que expliquen a los turistas que se encuentran ante un yacimiento antropológico de gran interés: podrán ver in situ cómo nos las gastamos aquí con los que no traen fajos de billetes conseguidos a saber con qué oscuros negocios, sino que vienen simplemente a ganarse la vida con su trabajo.

Por Dios, qué antiguos. Con lo guay que es vivir de rentas sin sudar una gota.