Esa foto de la basura que un megayate abandona en el muelle de Marina Botafoch es el símbolo de lo que algunos aportan al verano de Ibiza. Los tripulantes del ´Topaz´ vulneran a plena luz normas elementales de convivencia en la seguridad de que en la isla todo vale. Luego roban el sueño con fiestas nocturnas a los vecinos de es Soto y es Puig des Molins desde el mar, el único ángulo que aquellos creían a salvo de la vorágine. El viceprimer ministro de los Emiratos contribuye así con las correrías de su yate a la costumbre del abuso que hace furor en el mundo respecto al verano ibicenco. Que se lo cuenten a los vecinos de Talamanca, lugar privilegiado y envidiado hasta que lo descubrió la industria del ruido, bendecida la noche inaugural con la presencia de su alcalde. Se acostumbrarán con el tiempo al atropello y su Ayuntamiento retorcerá la realidad como hace el de San José, donde no miden el ruido por decibelios sino por la caída del número de protestas, a la que colabora el Consistorio con su tradición de hacer oídos sordos.

Cómo se harán a la suciedad, compañera natural del ruido, que los vecinos de Platja d'en Bossa, expertos en el tema, resumen en pocas palabras: «Discotecas y gente borracha».

En San Antonio los disuaden con multas camufladas si solicitan medir los ruidos con sonómetros que compró el Consistorio para no se sabe qué. La Policía se afana allí contra los residentes que se dan al botellón, modo de embriagarse que no rinde los debidos ingresos a la economía apresurada del verano, sin excluir tácticas que conllevan la pérdida de los dientes a los beodos baratos. Como lo hace la Guardia Civil, sin necesidad de afectar a sus dientes, con los que llegan ya ahumados al aeropuerto de Ibiza, «tarea rutinaria en verano» según la Benemérita.

Algunos llegan comatosos a Can Misses, alguno, y van seis, queda para siempre tendido en el suelo de la habitación de un hotel de San Antonio.

Pero hay una evidente disconformidad entre estas cosas que viven los vecinos y la normalidad que aprecian las autoridades, que parecen habitar en una isla distinta: compran sonómetros y entrenan al personal, pero multan a quien solicita su uso; aseguran que disminuye el ruido cuando no se habla de otra cosa; califican la situación de «absoluta normalidad» cuando la espera llega a seis horas y media en Urgencias, según los médicos que las atienden. Es probable que lo que bebieron la delegación de Dubrovnik y los concejales de Vila a costa del erario, con la excusa del hermanamiento entre ambas villas, fueran caldos de calidad que no les condujeron a Urgencias. Pero tanta comprensión con el ruido y el caos deja la duda razonable de connivencia de nuestras autoridades con rentables negocios de los que su obligación es protegernos; y la seguridad de que el bienestar del pueblo que los elige no parece su interés prioritario.