«Un navío es un escenario donde una mente inquieta aprende continuamente», asegura el doctor Stephen Maturin al capitán Jack Aubrey al inicio de 'Master & Commander'. Salvando los dos siglos que median entre esa narración de Patrick O'Brian y la actualidad, es justo la primera impresión que se tiene al embarcar en el L-61, el buque insignia de la Armada española, el más grande de su flota (231 metros de eslora por 32 de manga), capaz de cargar en sus tripas vehículos ligeros y pesados, helicópteros, aviones Harrier y casi 1.500 personas entre tripulación (261) y tropa (1.200). Hay mucho de lo que aprender continuamente en ese gigantesco navío. Para este ejercicio hay embarcados 600 infantes de Marina. (Mira aquí todas las fotos del portaviones) [El viernes 15 a las 10 horas está programado un desembarco anfibio en Platja d'en Bossa]

Antes de partir el domingo a las 10.30 horas para participar en el ejercicio Balearex-19, el 'Juan Carlos I' se halla atracado en el muelle de cruceros del puerto de Valencia. Desde la distancia llama la atención su 'sky jump', la respingona rampa de 12 grados situada a proa que facilita el despegue de los Harrier II. Y quién sabe si algún día de los caros F-35.

«Buenas noches, oficialmente», saluda en el muelle Pablo Gárriz, que en su vida civil es técnico de Emergencias y coordinador en las Pitiusas del servicio de Emergencias del Govern, pero que en su vertiente militar es teniente reservista voluntario de Infantería de Marina. Las da «oficialmente» tras escuchar por la megafonía del buque, cuadrado y respetuosamente, 'La oración del ocaso', que da paso a la noche.

Gárriz, de ser experto en defensa NBQ y contraincendios en el Ejército del Aire, decidió pasar más tarde a la Infantería de Marina para seguir la tradición familiar, en este caso por parte de su madre, Carmen, con antepasados marinos. Vestido con el uniforme de la Infantería de Marina, Gárriz hace las veces de cicerone en el L-61.

La primera parada es en la cámara de oficiales, a cuya entrada, en el suelo y a modo de felpudo, está clavada una placa dorada que perteneció a la cámara de oficiales del 'Príncipe de Asturias', portaviones al que se dio de baja hace seis años. La estancia está decorada con numerosos cuadros, entre los que destaca uno de Ferrer Dalmau (pintor de batallas y de la portada de 'Sidi', la última novela de Arturo Pérez Reverte) y una reproducción de 1892 de la Carta de Joan de la Cosa del año 1500 (primera en la que aparece dibujada América), donada por Juan Antonio Lago. Los oficiales leen, ven el telediario o el fútbol en dos televisiones planas Samsung o se recostan en sillones tapizados de tela verde, rodeados de esas imágenes, de un mapa del puerto de Mahón (regalo por la escala que hizo allí el navío en mayo de 2011), de refriegas navales de principios del siglo XIX y de una reproducción de Nuestra Señora de la Soledad de Málaga.

Un laberinto endiablado

Un laberinto endiabladoPara el recién llegado, el 'Juan Carlos I' es un endiablado laberinto. Gárriz aporta pistas y consejos para facilitar la orientación en este dédalo horizontal y vertical. Por ejemplo, cada cuaderna (hay 302) está marcada con un pequeño letrero, pero para enredar más, la primera empieza en la popa y la última (302) acaba en la proa. Los troncos comunican verticalmente las diferentes cubiertas mediante empinadas escaleras. Hay cubiertas en las que aparece la letra S: son aquellas que es posible atravesar completamente de babor a estribor, de lado a lado de la nave, en toda su manga. El Tronco 13 es uno de los que comunica verticalmente todo el barco. Un follón, pero asegura que en unos días uno ya no se pierde.

El camarote que se asigna a este redactor es el 0-278, situado a babor, en la cubierta 2, al lado del Tronco 12 S y la cuaderna 121. Ni qué decir que, tras el primer desayuno, ya sin cicerone, tuvo que pedir ayuda para hallarlo de nuevo. Dicen que es de lo mejorcito. Para oficiales, con baño propio y una sola cama. Un lujo, pues la mayoría tiene una o varias literas. Eso sí, es fresquito. José María Prats Marí, que fuera capitán de navío, ya avisó a este redactor: ojo que en los camarotes hace frío de noche. No se equivocaba. Una manta es insuficiente.

A pesar de que este es «de los más silenciosos», se escucha el ruido constante del motor del buque y del sistema de refrigeración, siempre en marcha, así como las pisadas de quienes descienden por las escaleras, casi verticales, que comunican las diferentes cubiertas. También costará unos días acostumbrarse.

Indispensable tener una botella de agua en el camarote, dado que la que sale del grifo no es recomendable beberla, señala Gárriz mientras pasa a este redactor una de litro y medio del comedor de oficiales, decorado este con cuadros de las carabelas de Colón, el dibujo de una nave de guerra lanzando un misil, una falúa pintada en vertical, horizontal y de perfil, un retrato del capitán de navío Luis de Velasco (que da nombre al comedor) y el bombardeo, en un mar embravecido, de la costa desde un cañonero español mientras es sobrevolado por un hidroavión. En el de la tropa y suboficiales, las imágenes son fotografías a gran tamaño de ejercicios y desembarcos, todas de mucha acción. En ese comedor, más austero, hay bidones para reciclar papel, plásticos y «huesos y espinas».

De cada silla del comedor de oficiales (y de la del camarote) cuelga un grueso alambre, del que pende un mosquete: es para atarlas al suelo en caso de mala mar. Las mesas (de madera) disponen de listones elevados en los laterales (para que nada caiga al suelo), abiertos en las esquinas (para no crear un pequeño lago).

Dentro del portaaeronaves no llega la señal de teléfono ni, mucho menos, de datos. Y dicen que la wifi no va muy fina, pues, lógicamente, debe ser compartida por millar y medio de personas. Así que algunos suben a la cubierta de aterrizaje y despegue para tener cobertura y hablar, junto a un helicóptero Seaking y un Bell 212, con sus familias. Mientras charlan, recogen del suelo cualquier pequeño objeto que encuentren, pues se convierte en proyectiles en cuanto empiezan a rotar las aspas. El problema es mayor en presencia de los Harrier, pues absorben por las turbinas esos objetos o fragmentos.

De todos los recuerdos que cuelgan en la cubierta de comedores del 'Juan Carlos I', llama la atención el maillot rojo que lució Alejandro Valverde el 25 de agosto de 2014, cuando la tercera etapa de la Vuelta ciclista a España partió del 'Juan Carlos I', atracado en Cádiz: «Con todo mi cariño», escribió el campeón del Mundo.