Porque ha pasado más de medio siglo desde las chiquilladas que explico en estas rayas, un relato que en su momento tal vez hubiera incomodado, hoy podemos recuperarlo cargado de agradecimiento, comicidad, ingenuidad y ternura. A doña Catalina Pellicer, profesora que en el Instituto nos impartía Ciencias Naturales, por pura bribonada, sus alumnos la llamábamos 'la Doña'. La recuerdo señora madura, más en los 40 que en los 30, pero todavía de buen ver. El bruto de Cela, don Camilo, diría que era mujer de carnes prietas y ajamonada, condición que para mí, más que cosa natural, era estrategia de ceñidos corsés que, cabe decirlo, no le restaba mérito a su generosa anatomía.

Doña Catalina siempre vestía de domingo, con desusada elegancia y, eso sí, con un punto de desinhibido atrevimiento del que no sé si era consciente, -tal vez sí-, circunstancia que en cualquier caso agradecíamos porque alegraba el aula. Sus faldas no le llegaban nunca a las rodillas y nos regalaba generosos escotes que por la calle arropaba con airosos pañuelos de muselina -esa prenda que el snob llama foulards-, pero que en la clase, supongo que por aliviar sus menopáusicos sofocos, dejaba al desnudo. El caso es que doña Catalina creaba un clima de inevitable conturbación y atolondramiento entre nosotros que, en la edad del pavo, andábamos con las hormonas muy alteradas. Siendo como era una profesora extraordinaria, severa y exigente, su presencia y su talante nos alteraba al punto que en las pruebas orales no dábamos pie con bola y nos trabucábamos sin remedio.

A doña Catalina la recuerdo, sobre todo, cuando entraba en el aula, casi desafiante. Su recorrido del pasillo, desde la puerta a la tarima, con su firme taconeo y el exagerado bamboleo de su caderamen, era una tortura para los alumnos de los últimos bancos que, en alguna ocasión, cosas de la edad, dejaban ir admirativos silbidos. Sólo en muy contadas ocasiones conseguía identificar a los espontáneos piropeadores que ella calificaba 'irrespetuoso pitorreo'. Y si el sonrojo no delataba a los aduladores, todos pagábamos la chiquillada. Hoy diría que su mosqueo sólo era simulado y que, en sus adentros, apreciaba el requiebro. Lo sé porque las veces que descubrió al culpable, la granujada no salió del aula. Nunca nos delató al circunspecto don Manuel Sorá, director entonces del Instituto.

También recuerdo que la tarima del aula quedaba alta y que, cuando doña Catalina se sentaba, desde los primeros pupitres se le veía, por debajo de la mesa, el triángulo diminuto de las bragas. Y si cruzaba las piernas, su ajustada falda retrocedía y el paisaje mejoraba. Aquellas 'vistas' que ofrecían los primeros bancos crearon una verdadera competición entre nosotros: como los ocupaban los alumnos más aplicados, todos nos esforzamos en mejorar nuestras notas para escalar escaños en el aula.

Payasadas

Y no eran menos prometedoras las salidas al encerado que nos colocaban ligeramente por encima del sitial de doña Catalina, situación que daba en estrabismo porque los ojos se nos iban de la pizarra a su escote. Y hubo, incluso, incidentes más subidos de tono, caso del que protagonizó Ángel Alfaro López, el alumno de más edad, repetidor y muy dado a las payasadas.

En el ínterin que teníamos entre una y otra clase, un día que doña Catalina se retrasaba y ya pensábamos que no vendría, Alfaro se dedicó a dibujar en el encerado una rubicunda silueta femenina con todos sus atributos, dos enormes senos y un expresivo triángulo carmín en la entrepierna, cosa que montó en la chusma el lógico alboroto. Y entonces sucedió. Alfaro se volvió para saludar al personal que lo aclamaba, pero quedó paralizado y cambió de color. Miramos hacia la puerta y allí estaba doña Catalina, sentada en el último pupitre, a la espera de que nuestro compañero concluyera su obra de arte. «¿Ha terminado -le preguntó sin levantar la voz- o quiere añadir algún otro detalle?». Alfaro siguió fosilizado, tieso como un poste. Doña Catalina le invitó a sentarse y sin borrar el dibujo, empezó la clase que discurrió como cualquier otro día. Que el asunto no pasara a mayores nos descolocó. Hubieran podido expulsar a Alfaro, pero no sucedió.

Diapositivas explícitas

Dos meses después, las cosas cambiaron. Nos tocó estudiar la reproducción animal y nosotros nos las ingeniamos para desviar el tema hacia la sexualidad humana, un tiro que nos salió por la culata. Sucedió que, al día siguiente, doña Catalina proyectó en la clase unas diapositivas extraordinariamente explícitas con todo el arsenal del sexo, los genitales femeninos y masculinos, las fases del embarazo y, por supuesto, imágenes del alumbramiento. Confieso que nos desconcertó sobremanera ver el cuerpo deformado de la mujer, el monstruoso ensanchamiento de la pelvis, la dolorosa dilatación muscular del parto y, finalmente, las mucosidades y la sangre que acompañaban al neonato que asomaba feísimo, embadurnado de grasa, congestionado y con cara de viejo. Todo aquello nos sumió en la miseria y desde aquel día todo fue muy distinto. Posiblemente porque, en lo tocante al sexo, caímos en la cuenta de que la trastienda era muy distinta del escaparate. En el examen que doña Catalina nos puso al acabar el curso, supongo que haciéndonos un guiño, el tema fue la reproducción animal y fue curioso comprobar que todos, sin excepción, obtuvimos notables y sobresalientes. Habíamos aprendido la lección.