¿Has notado que las lilas más espléndidas, por ejemplo, son las que crecen junto a establos en ruinas y chozas abandonadas? A veces la belleza necesita ser un poco olvidada para alcanzar su plenitud (Elizabeth Gilbert)

Puesta fantasear con la bahía de Sant Antoni de hace 50 ó 60 años. Sentarse, por ejemplo, sobre la arena cálida de la Platja des Pinet, ahora desierta y señalada por el dedo hormigonado del dique del puerto, en la orilla opuesta, y comenzar a borrar edificios con la mente.

En esta vuelta al pasado, tan solo deberían permanecer las cuatro casas que conformaban el pueblo y la iglesia elevada por encima de ellas, con su torre pétrea de defensa de planta rectangular, en contraste con la cal del templo y el verdor de los montes de es Amunts. Ya existían algunos hoteles, como el Portmany, Ses Savines o el Playa, pero sus dimensiones les permitían pasar desapercibidos desde la distancia; al contrario que ahora. Los dos primeros fueron erigidos en los años treinta por un par de ibicencos contagiados aún por ese gen fenicio del que, según anuncian los científicos, ya no queda rastro en nuestro Adn. El tercero lo levantó una familia de judíos alemanes exiliados.

Tránsito marítimo

Algo más cerca, el molino de sa Punta, y en la retaguardia, una sucesión de campos sembrados, salpicados aquí y allá por un puñado de casas payesas. El tránsito marítimo era entonces radicalmente inferior al actual, pero muchos más llaüts de pesca salían a faenar a diario. Y todo en un silencio sepulcral; una nada levemente aderezada por el arrullo del viento y la corriente, interrumpida de vez en cuando por los graznidos de las gaviotas y los ladridos de podencos y perdigueros.

¿Y cómo rumiaría un ibicenco de entonces el paisaje desde es Pinet de hoy en día? Imposible sustituir con el pensamiento las plantaciones en bancales que descendían por la suave ladera hasta el mar por la actual sucesión de hoteles y apartamentos, a veces inacabados, o concebir siquiera que habría una calle paralela al mar, bautizada con el nombre de una tierra tan lejana como Guipúzcoa. Incluso vislumbrar una red de saneamiento enterrada en la misma orilla con tapas de alcantarilla que emergen en las mismas rocas planas anexas a un muelle aún inexistente. Ni tampoco los avejentados toboganes del parque acuático situado a la espalda, justo detrás de un chiringuito apodado 'Imagine', como la ilustre canción que algún día escribiría John Lennon después de separarse de los Beatles.

Sin embargo, en caso de que ese hombre del pasado pudiera concebir este extraño presente, apreciaría también el color y la transparencia del mar en invierno, una vez reposado el fondo tras el centrifugado de las tormentas, con sus claros esmeraldas y turquesas en contraste con la opacidad de la posidonia. Exactamente igual que hace sesenta años. Y las tres casetas varadero que, como emblema de una bahía que se extingue, aún se conservan en el extremo norte de la ensenada.

Luego, al caminar por los escollos alisados de los extremos, esbozaría los pantalanes del puerto deportivo, los mástiles oscilantes de los yates amarrados y el perfil de los edificios que se elevan por encima del pueblo, hasta el punto de engullir la iglesia, pero no tanto como para ensombrecer las colinas cubiertas de pinos que lo siguen coronando. Al igual que esas lilas espléndidas que crecen junto a las ruinas de los establos.