En el ciclo de enseñanza elemental, el maestro nos decía que era un privilegio poder adoctrinarnos sobre la España Imperial con los inspirados textos de la Enciclopedia Hernando, obra de los celtibéricos pedagogos Torres y Onieva.

En la entrada del pueblo, a la derecha según se llega por la carretera que viene de Vila, hay un anodino y desfigurado edificio de piedra gris que fue nuestra escuela y que hoy está ocupado en la planta baja por una librería-papelería y una tienda de vocación ecológica. En el frontis de la casa tuvimos el patio de recreo del que sólo sobrevive el pozo que, más de una vez, nos salvó de un pescozón, porque uno tras otro, como moscas cojoneras, le pedíamos al maestro, don Emilio, si podíamos salir a beber agua con el único objetivo de interrumpir sus lecciones.

Cuando tal cosa sucedía, el empollón de la clase que era ´encargado del agua´ salía con los alumnos supuestamente sedientos para llenar e izar el cubo y, con un cazo, como buen samaritano, darnos de beber. Aquello, sin embargo, duró poco. Don Emilio era un santo pero no tonto y enseguida se dio cuenta de que era una vil estratagema para abortar su perorata sobre los reyes godos o los afluentes del Guadalquivir. Compró un enorme y panzudo botijo negro que cada día se llenaba de agua antes de empezar la clase y que, por más que bebíamos en hora lectiva, nunca conseguimos vaciar.

Alto y delgado, don Emilio vestía urbanamente, es decir, chaqueta, chaleco negro y corbata, atuendo inusual en el pueblo y que posiblemente utilizaba para subrayar la dignidad de su ministerio y para que le guardáramos el preceptivo respeto. Aquella compostura talar la mantenía hasta finales de junio, cuando, por San Juan, nos despedía hasta el inicio del nuevo curso, pocos días antes del 12 de octubre, Día del Pilar, de la Hispanidad, de la Benemérita, del Descubrimiento de América y Fiesta de la Raza, una celebración, esta última, que nunca supe qué significaba. El caso es que en el pueblo sólo en verano veíamos a don Emilio en mangas de camisa y alpargatas, circunstancia que nos lo hacía irreconocible. Una de las imágenes más divertidas que recuerdo de don Emilio venía dada por el recorrido que repetía cada día en su camino hacia la Escuela. A las 8:45, con puntualidad germánica, salía de su casa, que estaba junto al colmado de can Ripoll, en la parte alta del pueblo, bajaba marcial a su cotidiano cometido y sucedía que los chicos que vivíamos en las inmediaciones le salíamos al paso con un «un buen día tenga usted», y le seguíamos en resignada procesión hacia la escuela. Pienso ahora que, sin necesidad de tocar la flauta, don Emilio nos convocaba como el flautista de Hamelín. El hecho es que los alumnos de Sant Joan desfilábamos disciplinadamente tras el maestro, muy en su papel de pastor conduciendo a su rebaño, mientras algunos vecinos se admiraban de nuestra ejemplar disposición.

El único recuerdo negativo que retengo de aquellos años escolares es, paradójicamente, el del recreo, en el que nos obligaban a deglutir aquel mejunje que conocíamos como la ´leche en polvo de los americanos´, una compensación al Plan Marshall que España no había recibido y que trataba de compensar la mala alimentación de aquellos años. Mi padre me contaba que, después de la Guerra, los niños crecíamos escuchimizados y de ahí que el país agradeciera aquellos barriles made in USA como de harina que se mezclaba con agua caliente y daba un sucedáneo láctico vomitivo, burbujeante y lleno de grumos. El agua la calentaba personalmente don Emilio en un hornillo y todos acudíamos a la escuela con un bote para, en su momento, recoger nuestra ración del insufrible brebaje. Un alumno tenía el desagradable cometido de vigilarnos mientras duraba el recreo y se chivaba a don Emilio si nos deshacíamos, como solíamos, de aquel engrudo tras una tapia. Aquel ´soplón´ vendía su silencio a cambio de canicas, pero no siempre podíamos pagar y nos veíamos obligados a tragar la purga. Con esta única excepción, guardo un buen recuerdo de la escuela de Labritja.

´Hombres de provecho´

Don Emilio era soltero y se volcaba con mucha paciencia en desasnarnos para que, como repetía, nos convirtiéramos el día de mañana en hombres de provecho. Lo demostraba sobradamente en sus voluntariosas salidas al campo, donde nos desafiaba a reconocer insectos, árboles, flores y plantas. También nos dejó tener en la escuela un pequeño zoo en el que cuidábamos de 3 ranas, 4 jilgueros, 2 lagartijas en un terrario y 2 erizos, Zipi y Zape, que finalmente liberamos porque siempre andaban ovillados y despedían -intencionadamente, estoy seguro- un olor de todos los demonios. También recuerdo las excursiones que, algunos sábados, cuando se acercaba el final de curso y fuera del tiempo escolar, hacíamos a Xarraca y Portinatx. Desde Sant Joan, en aquellos capachos ibicencos de largas asas que nos permitían compartir el peso, cargábamos los ingredientes de la paella que nos hacía un pescador amigo del maestro, arroz, pollo y conejo, además de tomates, pimientos, cebollas y todo lo demás.

De aquellas felices escapadas recuerdo las batallas campales que, después de la comida, hacíamos con las cortezas de la fruta; y la siesta bajo los pinos, acunados por el chirrido monocorde de las cigarras; y el sorprendente manantial que brotaba en Portinatx, en la orilla y en la misma arena, de manera que la insólita emergencia de agua dulce sólo se veía cuando el mar retrocedía. Sant Joan estaba entonces en el fin del mundo. Y Portinatx, todavía más allá. La carretera vino después y aquel mundo fue otro. Ni mejor ni peor, pero distinto del que nosotros conocimos.