Opinión | A pie de isla

‘Llaüts’

Mis primeras singladuras en el mar resultaron desmoralizantes; indignas de anotarse en un cuaderno de bitácora.

Mi padre y yo habíamos protagonizado dos hechos relacionados entre sí a cual más insólito: él, hacerme un regalo (rara vez mostraba así sus afectos), y yo no arrastrar para septiembre ninguna de las asignaturas del curso de bachiller de aquel año.

Me preguntó eufórico mi progenitor qué obsequio deseaba por tan inesperado portento estudiantil por mi parte. Yo, que acababa de leer ‘Moby Dick’, no sin algún tropiezo, por los muchos capítulos soporíferos que escoran la obra −y escorian los ojos de quien tiene la santa paciencia de leerlos−, le contesté que una lanchita neumática; una del montón. Sin duda, deseaba sentir en mi ‘acneada’ piel las indómitas emociones de los tripulantes embarcados en los botes balleneros del ‘Pequod’ (el barco de la novela) cuando salían a la caza de los grandes cetáceos. Pero a bordo de mi pequeño bote de aire pronto me percaté de que emociones, muchas, pero indómitas, ninguna.

Por de pronto, nada de ballenas, salvo algún gordo −o gorda− bañista que otro encaramado sobre una colchoneta a la deriva por las rachas de un inesperado poniente. A más de uno de ellos remolqué a remo en las playas de Valencia para regresarlo a su hamaca.

Lo peor era la estética que ofrecía yo en mis marinerías neumáticas. Resulta que mi ‘bote ballenero’ perdía aire. Al hacerlo, su estabilidad peligraba, por lo que me veía obligado a tener que sacar mis larguiruchas piernas por estribor y babor a modo de patinetes estabilizadores. Parecía yo el superviviente de un naufragio en una balsa. Sin embargo, mi lanchita nunca se fue a pique, aunque sí mi último curso de bachiller. ¡Menudo boquete!

Pero, por fortuna, no todo fue berlanguiano en mis excursiones náuticas de adolescente. También hubo descubrimientos. Un día me alejé tanto de la playa que acabé abarloado casi a un llaüt que faenaba. En un descuido, una ola me hizo chocar contra la tablazón de uno de sus costados, pura madera naval; a la altura de los antiguos bergantines.

Ese contacto casi carnal constituyó mi primer encuentro consciente con esa clase de embarcación que tanto estimo. Una especie de flechazo, vamos. Entonces desconocía cómo se llamaba y qué tradición oral encerraba su acústica de proa a popa. Para mí era simplemente una barca de pescadores. Solo años más tarde, a fuerza de observarla en el mar o en los puertos empezaría a saberme a salitre la boca a base de repetir su nombre, un ronroneo de olas: llaüts, llaüts, llaüts…

Ha sido justamente Ibiza la que me ha brindado la ocasión de admirarlos a fondo. Salidos de las manos artesanas de los mestres d’aixa (carpinteros de ribera), los llaüts, conocidos también como faluchos en el siglo XIX, se documentan desde la Edad Media. Los había de pesca y de transporte (el llaüt viatger). En la isla se han utilizado incluso hasta para el contrabando en fechas no muy lejanas. Tan robustos, tan marineros, tan sencillos. Tan nuestros. Mediterráneos como ellos solos; mediterráneos hasta los huesos de sus cuadernas, tanto como si fuesen olivos injertados en el mar.

Esa misma intuición que nos indica que un delfín, un árbol o un perro quizá gocen de alma, a lo mejor nos señala también que tal vez el llaüt pertenezca al reino de los seres vivos. Asimismo al de las palabras que conectan a distintas generaciones de una familia entre sí fraguando su memoria. Aún existen llaüts en Ibiza que han llegado a embarcar a bordo como pescadores a cuatro generaciones de un mismo clan. Etnografía de la mejor este pedazo de barca de pura raza pitiusa. Contemplar un llaüt en vías de desguace produce la misma tristeza que ver una casa payesa tradicional en ruinas.

A su vez, el llaüt encierra un enorme potencial literario por acabar de descubrir del todo. No se han conjugado suficientemente los verbos que atesora. Ni sustantivado todas las imágenes identitarias que de la sensibilidad mediterránea refleja.

En Ibiza el llaüt jamás deja atrás el olor a tierra. Acaso estima su isla demasiado como para permutar la silueta verde arqueada de colinas por el horizonte marino. Es barca marinera pero sin renunciar a su ADN payés, pues el llaüt no es sino la prolongación del viejo arado de madera en el mar. Teme dejar la tierra fuera de la vista. Lo suyo es costearla en busca de peces y lunas sumergidas. A su frente, el acantilado y la playa; a sus espaldas, el horizonte marino, que ignora. Solo Ibiza es su isla-mar, su isla-mundo, su horizonte donde navegar de igual manera que la casa payesa lo hacía entre olas de trigo y arrecifes de higuera.

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