Editorial

Amiguismo y deslealtad de Antoni Costa

El nombramiento como alto cargo del Govern balear de un hombre que va a ser juzgado por agredir sexualmente a una mujer y lesionar después a un policía ha puesto en la picota al vicepresidente Antoni Costa y ha comprometido seriamente su prestigio, además de erosionar la imagen de la propia presidenta, Marga Prohens, y de todo el Ejecutivo. Costa, que fue quien propuso el nombramiento de su amigo Juan Antonio Serra, también ibicenco, como director general del Ibetec, la empresa pública de telecomunicaciones e innovación de Baleares, ha reconocido el enorme error que cometió; según ha admitido, conocía las graves acusaciones que pesaban sobre Serra en una causa judicial, pero aun así le escogió para el cargo porque creyó su versión de los hechos y quiso otorgarle la presunción de inocencia. Costa despreció la fulminante reacción de la Universitat de les Illes Balears, que había apartado a Serra como profesor asociado, y finalmente impulsó el nombramiento ocultando a la presidenta los hechos en los que estaba envuelto su protegido, en una deslealtad impropia de su posición en el Govern y de su experiencia política; sin embargo, Prohens ha salido a defender a capa y espada a su vicepresidente y considera que con la destitución de Serra y el ‘mea culpa’ de Costa ha quedado zanjada la crisis.

Antoni Costa pecó de flagrante amiguismo. Ante la gravedad de su patinazo, asumir públicamente la responsabilidad y afrontar el descrédito de este escándalo era lo menos que podía hacer, lo único además que daba un mínimo argumento a la presidenta para defender su continuidad en el puesto. Pero al vicepresidente le faltaron también reflejos en su reacción, porque sus disculpas a las víctimas de Serra -la mujer a la que, según el escrito de acusación de la Fiscalía, trató de besar contra su voluntad en un restaurante de Palma, lamiéndole la cara «de oreja a oreja», y el policía al que fracturó la mandíbula de un puñetazo cuando iba a detenerle- han llegado tarde y sólo después de que se le haya afeado su desconsideración desde diversos ámbitos.

Prohens ha dado la cara por Costa y ambos han optado por la estrategia de defenderse de las críticas de la oposición con el ataque, desempolvando los efectos perversos de la ley del ‘sólo sí es sí’ o el caso de las menores tuteladas explotadas sexualmente en Palma. Pero ese ‘y tú más’ no es más que una huida hacia delante y un intento vano de desviar el foco de un caso que evidencia los peores vicios de la política, que tanta desafección y desconfianza suscitan entre la ciudadanía. Por muy indulgentes que quieran ser algunos compañeros de partido o por muchas comparaciones que quieran hacerse con otros comportamientos igualmente deplorables, para situar en su justa medida el escándalo basta pensar por un momento qué hubiera dicho Antoni Costa, cuando era el portavoz de la oposición del PP en el Parlament, si estos mismos hechos los hubiera protagonizado la mano derecha de la presidenta Armengol en el anterior Govern.

Este caso, más allá de sus circunstancias concretas, ha puesto de relieve el bajo nivel de exigencia que existe para acceder a muchos cargos públicos. Se trata de un mal muy extendido en la vida política y que afecta por igual a todos los partidos, donde la afinidad ideológica, la relación personal, el clientelismo o las cuotas (por territorios o corrientes internas) cuentan más que la idoneidad para el puesto. Antoni Costa, y antes que él muchos otros, de todos los colores, han podido aupar a cargos institucionales y retribuir con dinero público a verdaderos incompetentes o a personas de dudosa moralidad, simplemente porque no existe ningún filtro previo.

No se trata de cuestionar la libertad de los responsables institucionales para formar sus equipos de trabajo con personas de confianza, sino de dotar a las administraciones públicas de mecanismos legales para imponer un mínimo listón ético a los cargos de libre designación. Ningún escrutinio previo podrá garantizar la idoneidad de un cargo público, pero sí que su historial sea irreprochable. Tenemos la responsabilidad colectiva de impedir que los sinvergüenzas se cuelen, de exigir que los gestores públicos sean ejemplares, intachables, que no comprometan la dignidad de las instituciones. De haber existido unos requisitos de control muy elementales se hubiera podido evitar que una persona con la mochila judicial de Juan Antonio Serra pudiera ser propuesto para un cargo público, por muy amigo e influyente que fuera su padrino. Así, Antoni Costa y Marga Prohens se hubieran ahorrado la vergüenza de este episodio.

DIARIO DE IBIZA