Diario de Ibiza

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Andrés Ferrer Taberner

A pie de isla

Andrés Ferrer Taberner

Ibiza, tierra sin tauromaquia

Existen lugares con ciertas ausencias arquitectónicas que resultan beneficiosas. Mejoran tanto el paisaje como la salud del alma humana de quienes viven allí. Ausencias tales como una en concreto en Ibiza notoriamente sobresaliente, la de carecer en la actualidad de plaza de toros, un oportuno vacío que contradice el tópico de que España entera bulle de afición taurina. Un vacío este el de la isla en consonancia con su imagen cosmopolita, resplandeciente, de rincón pletórico de vida y de respeto por ella, sin la mengua moral de acoger en su suelo el arcaico culto a la sangre de la tauromaquia, impropio de toda civilización moderna.

¿Puede haber algo más disonante y anacrónico que una plaza de toros en funciones? Cada vez que se permite lidiar un toro en una ciudad española, su ayuntamiento, por decoro, debería arriar la bandera de la Unión Europea por no ser digno de pertenecer a ella. Es lo mínimo, porque por unas horas, mientras permite que al animal se le desangre a ritmo de aplausos, queda condenado éticamente al limbo de dicho marco político continental de civilización en que se enmarca, que es lo mismo que quedar fuera del progreso.

El no hallar en Ibiza ni rastro de las características arcadas de ladrillos de los ruedos taurinos monumentales me libra de esas otras arcadas, las que me producen los aplausos del público que, bajo la sombra de aquellas, elevan la tortura sin límite de un animal a la categoría de espectáculo. La víctima es un inocente cuadrúpedo herbívoro −que mamó leche lo mismo que nosotros− arrancado violentamente de su medio para ser expuesto a una jauría humana que hace de sus aullidos su patria, un modelo de nación que se quiere imponer a los demás como la genuina. Si en verdad el tuétano de la identidad española fuera este y no otros, yo haría trizas mi DNI con mis propias manos.

Si por contra hubiera plaza de toros en la isla, la transparencia azul de sus aguas se vería simbólicamente contaminada con la sangre vertida en aquella, una sangre más espesa que el crudo mismo derramado por los buques. La ausencia de los cosos completa el círculo que convierte el suelo ibicenco en un edén en el que puedo abandonarme confiado en el regazo de sus calas; otro motivo añadido que redobla mis afectos por esta tierra que muestra una de sus grandes virtudes cívicas a día de hoy: no dar lugar a espectáculos caducos e inmorales que hacen del maltrato animal su razón de ser y su negocio bajo la coartada de aglutinar la cultura identitaria de toda la nación.

Pero no solo son materialmente imposibles las corridas de toros en Ibiza. También los festejos taurinos menores de la Península son del todo impensables en nuestra isla. Nada de suelta de vaquillas ni toro embolado ni toro de la soga ni cualquier otra clase de tormento. Expresiones taurinas eminentemente populares, y tanto, ¿pues no habría de disfrutar también el resto de los mortales de oficiar la liturgia del suplicio como hacen los toreros y picadores?

Maltrato animal masivo en estado puro, a eso se reducen estos festejos, que conozco bien por presenciarlos de niño en numerosos pueblos aragoneses y valencianos. Pertenecen aquellos a una rancia y cruenta España pretérita que debería estar hace tiempo enterrada. Pero ahí siguen, para vergüenza de todos, una asignatura pendiente que los políticos no asumen por falta de agallas.

Las celebraciones taurinas callejeras, que suelen coincidir con las fiestas patronales, son lo más parecido a un linchamiento, pues todos los participantes alcanzan el título de verdugo en menor o mayor grado. Se ven salvajadas de todos los calibres: pedradas, estacazos, patadas, puñetazos…

Mención aparte merece el fuego, el instrumento de tortura específico que se le reserva al llamado toro embolado, la modalidad más ritual y admirada de estas manifestaciones taurinas. Al estrés de verse desprovisto el animal de la protección del rebaño, y rodeado como está de manadas enteras de ‘depredadores’ (así nos contempla a los humanos este rumiante), hay que sumar la presencia del fuego junto a su cabeza. Sabiendo del miedo instintivo que provoca este a la fauna entera, no cuesta imaginarse el terror del pobre toro acarreando dos llamas a cuestas, además de las quemaduras causadas en su piel y sus ojos. Muchos no lo pueden superar y caen fulminados de un infarto.

Hirientes también los gritos y risas de excitación que inspira en los asistentes este calvario, del que la Iglesia calla, dicho sea de paso. ¿Cabe reír cuando ves consumirse de angustia la mirada de un animal sin escapatoria?

Que los humanos, que somos mamíferos sumamente inteligentes, abusemos así de otros mamíferos más atrasados en la escala evolutiva, es cobarde, una infamia. Estos seres son nuestros hermanos menores, compañeros con los que compartimos una experiencia única −la vida− y un hogar irrepetible −el planeta−. Lejos de respetarlos, abusamos de nuestra superioridad ejerciendo sobre ellos una crueldad gratuita de naturaleza similar a cuando se maltrata a un niño.

Nuestra facultad de raciocinio implica grandes dosis de responsabilidad ¿No es suficiente que su carne nos alimente? ¿Tenemos también que hacerles sufrir innecesariamente para nuestro divertimento? ¡Basta ya! Lo grito desde esta bendita isla, uno de los pocos refugios de España a salvo de semejante lacra.

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