Diario de Ibiza

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El asedio de los aparcabañistas

Que la ilegalidad campee a sus anchas por Ibiza ya no constituye una novedad importante. Nos hemos acostumbrado a la presencia de chárteres ilegales, bandas que asaltan casas, delincuentes especializados en robar relojes, furgonetas negras que ejercen como taxis pirata, hoteles camuflados en viviendas, fiestas ilegales en villas, camellos y prostitutas en las zonas de fiesta, calas privatizadas y reconvertidas en amarres, etcétera. La sensación de impunidad es asfixiante en toda la isla y aún se acrecienta más en algunas playas reconvertidas en bazares, donde los bañistas son considerados billeteras andantes a los que esquilmar permanentemente.

En estas orillas, el acoso al turista a veces resulta angustioso y la presión a la que es expuesto se acrecienta año tras año. La sensación es que, tras unas temporadas en las que los vendedores ambulantes se mostraban cautelosos ante la posible aparición de la policía, escondiendo su mercancía en zulos para que nos les fuese intervenida, hoy son mucho más atrevidos y montan tenderetes incluso más descarados que en temporadas pretéritas.

La gente que procede de la miseria y se busca la vida como puede, vendiendo pareos, vestidos, pulseras o gafas de sol por las playas, siempre me ha merecido respeto. Cada uno se gana la vida como puede y quien recurre a estos métodos es porque no tiene otra opción, a sabiendas de correr el riesgo de que la mercancía le sea incautada en cualquier momento, ahondando en su ruina. Otra cosa radicalmente opuesta son aquellos que se dedican a ofrecer alimentos y bebidas en la arena, sin las mínimas garantías higiénicas, con el grave riesgo de intoxicar a sus clientes, y no digamos ya los que venden drogas.

Aunque todos los ejemplos anteriores constituyen flagrantes ilegalidades, algunos los podemos digerir más fácilmente que otros, por compasión y humanidad hacia unas personas que tienen una vida mucho más difícil que la nuestra. El límite está en el asedio, la falta de respeto e incluso la amenaza y el maltrato al bañista, que es un umbral que en Ibiza se cruza a diario.

Una amiga, con un negocio de restauración que le absorbe mucho tiempo y energía, y que disfruta de la playa con menos asiduidad de la que le gustaría, junto a sus hijos, me explicaba hace unos días la vergüenza y el cabreo experimentado en dos orillas multitudinarias de la isla, en las que ha contemplado el mismo fenómeno.

El primer suceso le ocurrió en Cala Bassa, donde, al llegar al final de la pasarela de madera que conduce al mar, un vendedor de pareos quiso situarla a ella y su familia en un lugar específico de la orilla, como hacen los aparcacoches, con el objetivo de venderles luego su producto o pedirles dinero por ubicarles entre el hormiguero humano; a saber. «Es la primera vez que alguien nos dice dónde nos tenemos que colocar en una playa», me explicó. Obviamente, y a diferencia de los muchos turistas que caen en la trampa, incluso para no discutir, mi amiga y su marido se negaron y el vendedor ambulante se dedicó a agraviarles y amedrentarles.

Unos días después, acudió a la playa de ses Salines, donde el mismo servicio de aparcabañistas ya se ha establecido de forma más regular y descarada. Allí, los vendedores ambulantes actúan de manera más organizada, como una mafia, y se están adueñando de parcelas de playa. Colocan en fila sombrillas de su propiedad, similares a las que se venden en las tiendas de souvenirs, más pequeñas que las de los chiringuitos, y se apropian de tramos de orilla. Cuando los turistas van llegando, les esperan en las pasarelas de madera y les alquilan la sombrilla y el derecho a ocupar el espacio que han reservado. La tarifa oficial son 10 euros, el tope de los concesionarios.

Estamos ante una nueva versión de la mercantilización ilegal del territorio público como la que, por ejemplo, lleva años desarrollando el pirata de Porroig, al colocar muertos ilegales y alquilarlos como amarre a grandes lanchas y yates. Ahora irrumpen otros filibusteros que se adueñan del limitado tramo de orilla libre de concesiones.

En ses Salines, la presión al turista para que acepte esta clase de chantajes es aún más asfixiante que en otras latitudes insulares. Y el asedio no acaba ahí. Una vez ya tumbado en la parcela de arena alquilada, al bañista se le agobia con mojitos, artesanía, bisutería, rastas, ropa, aperitivos, fruta y toda clase de mercancías, con una insistencia que convierte una antaño apacible jornada de playa en una pesadilla. Realmente, hay tantos frentes abiertos que las administraciones locales no saben ni por dónde empezar. Pero esta temporada superamos con creces los límites de lo tolerable.

@xescuprats

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