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Prats, Xescu

Sant Antoni tropieza con la misma piedra

Parecía que la pandemia, con todas sus consecuencias negativas, podía constituir una oportunidad inesperada para reinventar Sant Antoni, estableciendo unas bases para elevar su calidad como destino y atraer otro tipo de visitantes que borraran progresivamente esta imagen asociada a hooligans, borracheras y desparrame. Dicha oportunidad, además, parecía llegar en el momento justo, cuando el Ayuntamiento presumía de cierta iniciativa y por fin se atisbaba algo de consenso entre los empresarios. Además, si algo ha quedado demostrado esta temporada es la potencia de la marca Ibiza aún con los principales establecimientos de ocio cerrados. Este fin de semana han llegado a la isla más vuelos que en el mismo de 2019.

La realidad, sin embargo, es que, a pesar de los prometedores principios de tempora-da, cuando, aunque en insuficiente cantidad, llegaron franceses, holandeses y turistas de otras nacionalidades, hemos vuelto a las andadas y en algunos establecimientos que sí han abierto se actúa como si no estuviésemos en pandemia.

Sant Antoni no es el único municipio, ni mucho menos, donde se producen focos de descontrol, aunque hasta ahora es el que más ruido ha hecho. Varias empresas de la bahía han acometido un esfuerzo importante para atraer un turismo distinto a hoteles, sector náutico y otras empresas de servicios. Fue esa multiculturalidad, precisamente, la que convirtió a Sant Antoni en un enclave idílico en los años sesenta y setenta, hasta que los turoperadores trajeron a los hooligans británicos de forma masiva y el sueño derivó en pesadilla.

Se ganaba mucho dinero vendiendo alcohol a mansalva, pero el ambiente era irrespirable y el deterioro en imagen y calidad, progresivo. Ahora, el desembarco de los de siempre dinamita esta aproximación a nuevos nichos de mercado y sume en la frustración a todos aquellos que han renovado sus negocios para orientarlos a otro tipo de público, con grandes inversiones. En Sant Antoni, a quien se le pregunte, parece tener claro que esta línea de cambio es el camino a seguir, pero la turbiedad vuelve a campar a sus anchas y nadie con autoridad parece dispuesto a remediarlo.

Hasta el momento, la nueva ola de coronavirus, asociada al turismo joven y que ya ha llenado el hotel puente y generado un número desconocido de brotes, parecía obedecer a los botellones y las fiestas ilegales en villas. Su triste resultado, dejando al margen la preocupante cuestión sanitaria, todos lo hemos podido comprobar: vuelta al ámbar en el semáforo británico y suspensión de los vuelos desde Holanda por parte del turoperador TUI; y parece que solo es el principio.

Sin embargo, esta sensación de absoluto descontrol que se registra en la calle y en las viviendas turísticas se ha expandido también a algunos establecimientos regulares, lo que nos proporciona una idea rotunda de lo que puede ocurrir si el ocio vuelve a abrir sus puertas con este público desatado. Hace unos días, las redes sociales exhibieron una pelea multitudinaria entre ingleses y escoceses congregados frente a frente en dos bares del West End. Volaron sillas, mesas y copas, y se intercambiaron puñetazos. Hablar aquí de distancias de seguridad y mascarillas es de chiste.

Varias personas que conocen bien el barrio confirman que ha vuelto de forma descarnada la guerra de precios que inició el proceso de decadencia del West End en los ochenta, cuando se producían los famosos pub crawls. Los pocos bares abiertos, gestionados por inquilinos británicos, vuelven impunemente a regalar el alcohol y quitarse los clientes unos a otros. ¿Quién puede plantearse abrir con semejante competencia al lado? Ya tenemos otra vez borracheras por un precio irrisorio y procesiones etílicas por las esquinas. Si quienes regentan estos locales venden la cerveza tirada y encima te regalan un chupito de hierbas, ¿cómo obtienen suficientes ingresos para pagar alquiler, nóminas y proveedores? A mí solo se me ocurre una manera.

Me cuentan también que un pequeño hotel en suelo rústico en las afueras del pueblo organiza fiestas todas las semanas. Aunque son menos ruidosas que las pretéritas, congregan a 200 ó 300 personas a pesar de sus reducidas dimensiones. Al ayuntamien-to se le ha preguntado por la licencia o autorización que posee dicho establecimiento, pero de momento no ha respondido. Y en un beach club de la playa de s’Arenal, aun-que la música ya no retumba, las cogorzas siguen siendo multitudinarias y con nuevo dress code femenino: tacón de aguja, tanga y sujetador como único atuendo. Las escenas que se producen en el paseo cuando el local cierra vuelven a ser dantescas. Ambos establecimientos, por cierto, son miembros de Ocio de Ibiza, así que sería deseable que tomara medidas con ellos como lo ha hecho con los djs de las fiestas en villas, a los que no volverá a contratar.

A veces, uno tiene la sensación de vivir entre marcianos, en otro planeta.

@xescuprats

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