La primera vez que puse un pie en Ibiza, el 26 de septiembre de 1990, unos amigos de la isla me llevaron al West End de Sant Antoni a tomar algo en uno de esos escasos bares para aborígenes en los que la gente se sentaba en las terrazas a contemplar el hooligan way of life. Aluciné. Me pareció el sitio más salvaje que había visto, pese a que en ese momento vivía junto a la urbe chabolista de los Cármenes, en Madrid. Desde entonces hasta ahora el West ha cambiado poco. Cada verano me doy al menos una vuelta por allí para comprobar que esa selva se mantiene intacta, que las legiones de jóvenes borrachos y drogados descamisetados (ellos) o en ropa interior (ellas) siguen reproduciéndose en su hábitat.

Esta semana he cumplido con mi cita anual de pasear por esa cuadrícula desordenada de Sant Antoni y he alucinado de nuevo. En las terrazas del paseo había familias, muchas de ellas españolas, cenando al fresco ambiente de los microaspersores, en la calle Sant Mateu los expositores de las pequeñas tiendas de souvenirs reclamaban la atención de los pocos turistas despistados, pero pude recorrer la antes bulliciosa Santa Agnès sin que nadie me ofreciera ninguna sustancia estupefaciente. Estaba prácticamente vacía, parecía una calle normal de cualquier localidad costera del Mediterráneo. Hasta me crucé con dos personas haciendo running fluorescente... ¿Y si esto fuera el inicio del cambio? ¿Se ha apostado de verdad por el cambio?