A navegar. Por narices, porque es lo que toca en verano, lanzarse a los carriles abarrotados en un mínimo pedazo de Mediterráneo entre las dos Pitiusas sin dejarle apenas espacio al mar. ¿A quién le puede gustar eso? Llegan a Formentera, fondean en Cala Saona y desde el barco vecino se oyen saludos y frases recurrentes: ¿habéis llegado? ¿hasta cuándo os quedáis? ¿qué día cenamos? No sé yo por qué cuando llegas a algún lugar siempre hay alguien que te pregunta cuándo te vas. ¡Y siempre cenando con la misma gente que los otros 11 meses en cada ciudad! Luego están las medusas dando el coñazo, porque si hubiera más tortugas, las medusas ni se verían. O si Ferran Adrià hubiera logrado una receta de fricandó de medusa, porque ya nos hubiéramos encargado de acabar con ellas para coquetear con los fogones.

Un verano caí en la trampa y durante cinco días navegué, que me encanta, pero coincido con Pep Torres, arquitecto first class con estudio en Sant Antoni, en que nunca encuentro la hora de volver a tierra. El barco era un catamarán, el patrón estaba para mojar pan en el fricandó del chef de las Michelin, y cinco mujeres subimos a bordo con un pacto: 0 hombres. Hubo uno. Estaba, como no, en un yate vecino que hacía parecer nuestro catamarán la mesita de noche de un piso patera. Le vi en cubierta oteando el horizonte con su bañador 'sígueme pollo', ese arrapado que si no se lleva casi es mejor. Era un Mr. Malcom común, empresario de la lista de ese triunfo que se mide por cuenta de resultados. Eran los primeros días posteriores al divorcio que su esposa solicitó harta de sus idas y venidas de la cola de burguesas aspirantes a ser la siguiente dama de día, y el hombre no se había amoldado a su supuesta nueva libertad. Le había visto días atrás saliendo de un hotel de 5 estrellas con una de las de la cola, la ex de otro Mr. Malcom, pero ese del todo arruinado.

Me escondí, disimulé, pero ¡oh desastre! me vio. Me llamó por teléfono y pidió amablemente permiso para subir a bordo. No se lo iba a negar. Lanzó al agua su lancha rápida para recorrer 15 metros y en unos segundos estuvieron en estribor, él, su braga náutica y su patrón, que resultó ser el exnovio de una de nosotras y la dejó por una de las aspirantes de la cola de Mr. Malcom, una que le iba más el sexo que la pasta. ¡Al lío!

No quiso ir al abordaje, diría que se asustó, y la conversación fue de lancha a catamarán. Él iba desviando la mirada al casco, lo hizo en diversas ocasiones y observaba nerviosamente el lateral. Nos invitó a comer a su colosal y solitaria casa flotante, pero solo una de nosotras fue, la que buscaba «un hombre para llevar al lado y no ir sola a las fiestas», decía. Volvió bien servida. Bien comida, quiero decir. Pero no le gustó. Ya tenía fama el hombre de tener eyaculación veloz.

Al atardecer, aprovechando un hueco entre medusas, fui a nadar. Allí estaba, en estribor, pegada al casco a merced de la humedad, una pechuga de pollo cruda que habíamos lanzado a los peces.

Cabe la posibilidad que la velocidad de la eyaculación fuera por pensar qué diablos hacía una pechuga de pollo en estribor.