Llevo años paseando por la isla a una araña. Un día vi en el coche una tela de araña perfectamente tejida. Iba desde el retrovisor exterior a la puerta del conductor. Estaba la tela tan bien hecha, tan meticulosamente armada, que ahí la dejé. No me molestaba en absoluto. Veía perfectamente el espejo y por el tamaño de la tela, la araña no podía ser muy grande. Tardé mucho en conocer a la pequeña. Se esconde rápidamente en cuanto ve que me acerco. Es una arañita parda, así como grisácea y beige. No puedo dar más detalles porque siempre la veo de refilón. Es muy rápida.

Sé poco de arañas. Sé que tienen ocho patas, que tejen telas maravillosas y que se alimentan de pequeños insectos. Pero el roce hace el cariño y he ido indagando un poco más sobre ellas. Por eso sé que realmente lo que llevo en el coche es la casa familiar de una saga de arañas. Algo así como Downton Abbey o Manderley. Y es que las arañas viven, más o menos, un año. Y yo llevo, con la tela del retrovisor, cerca de cuatro. Así que la arañita que vive ahora probablemente sea nieta o bisnieta de la arañita fundadora.

Aquella primera araña, la abuela, era muy lista. No tardó mucho en darse cuenta de que había que reforzar los enganches de la tela para que resistieran a la fuerza del viento en los desplazamientos. No sé qué pensaría al ver que su mundo se movía y de pronto aparecía en un pueblo o incluso en la ciudad. ¿Qué pensaría yendo por la carretera? Otra cosa que aprendió enseguida, fue que podía poner puntos de agarre en la chapa del coche y en la carcasa del retrovisor, pero no en el cristal de la ventanilla. Aunque uso poco el coche, cada vez que lo cojo bajo la ventana. Lo entendió a la primera y nunca más agarró allí. Lo más curioso, es que toda esta información se ha ido pasando de generación en generación. Las hijas han seguido esos consejos desde el principio.

Recuerdo, con angustia, que cuando la abuela era joven nos llevamos las dos un susto tremendo. Dejé el coche en el taller y al ir a recogerlo vi que la tela ya no estaba. Volví a casa muy triste. Pensé que ya la había perdido para siempre. La imaginé vagando, tan chiquitita, por aquel suelo negro, entre coches y charcos de grasa, buscando un hueco donde vivir. Pero afortunadamente no fue así. Aquella arañita era muy astuta. Al ver el peligro, se había escondido detrás del espejo del retrovisor. Qué alegría me llevé a la mañana siguiente cuando vi la tela tejida de nuevo.

Lo de esconderse en el taller también lo hacen todas. La abuela las enseñó muy bien. Y es que no acabo de entender la obsesión que tenemos los humanos de quitar telas de araña. No hay vez que alguien se acerque a la ventanilla del coche y, al ver la tela, vaya directo a darle un manotazo. Como haciéndome un favor. Tengo siempre que gritar: «¡No la toques!». Esta mañana mismo, le he dejado el coche a mi hijo y, al despedirme de él, le he recordado que tenga cuidado con la araña. «Ya lo sé, mamá», ha contestado sonriendo. Son muchos años compartiendo vida con ellas.

Como todas las sagas familiares, han pasado por momentos buenos y malos. Han sobrevivido a tormentas, a granizos y este año incluso a un tornado. Esta Navidad brindaré por ellas y también por ustedes. ¡Felices fiestas!