Volvía de Santa Gertrudis, a casa, por la carretera de Sant Mateu. Atardecía y la música que sonaba en la radio del coche, de una emisora local, acompañaba perfectamente el momento. Lo envolvía como para regalo. El cielo era rojo fuego y al final de los campos llanos se silueteaban en negro los árboles. Como recortables. Como si fueran de cartulina. Aminoré la marcha aprovechando que no circulaban coches. Por esa pequeña carretera sólo íbamos el atardecer, la música y yo.

Al girar alguna curva dejaba de ver esa maravilla de cielo y entonces con prisa, para no perdérmelo, aceleraba. De nuevo recuperaba la inmensidad de ese cielo rojo que en algunos puntos tornaba casi a granate y en otros a naranja, a rosa, a carmín. Por la derecha, por el norte, llegaron lentas unas nubes planas, horizontales y finas, como dibujadas con rotulador. Líneas lilas, moradas y negras que se agrandaban, al sur, hasta difuminarse en la nada. Por un momento ocuparon todo el horizonte. Poco a poco, las líneas se fueron ensanchando hasta parecer pintadas a brochazos. Intercalando los colores, mezclándose. Cuánta belleza.

Mientras seguía conduciendo, muy lento y sin quitar ojo, pensaba que el cielo no podía estar más bonito. Pero me equivocaba. Sí que lo podía estar. Increíblemente, todo podía ser aún más bello. Mucho más bello. Los brochazos morados se fueron separando y entre ellos apareció la Luna. Luna creciente. Un semicírculo blanco, inmaculado y brillante. El fondo, detrás de ella, era azul mar. El rojo fuego quedó más abajo, pegado al horizonte. Las nubes de brocha gorda, moradas con trazos negros, siguieron separándose y entre ellas, en línea con la Luna, apareció Venus y más abajo Júpiter. Como dos luceros. Como dos diamantes. ¡Cuánta maravilla junta!

Una curva pronunciada me llevó al norte. Me alejó de aquel cielo casi hipnótico, pero me llevó a otro cielo igual de impactante. El cielo al norte era completamente diferente. Era otro cielo. Nada que ver con el anterior. Era un cielo verde. Verde oliva, verde olivo, verde bosque y negro. Los diferentes tonos se mezclaban y se dibujaban entre trazos de amarillo y ocre. Nunca había visto el cielo así. Tan extraño, tan verde y luminoso.

Me hizo ilusión pensar que pudiera ser el reflejo lejano del ansiado rayo verde. «¿Lo será?». Al llegar a casa busqué la descripción que hace Julio Verne de este fenómeno. Explica que cuando el sol ya se ha escondido y el cielo está despejado, se puede llegar a ver un último rayo que no será rojo, como cabría esperar, sino verde. Y dice así: «Un maravilloso rayo verde, de un color, que no hay pintor que pueda reproducirlo en su paleta, y que la propia naturaleza no ha repetido ni en los diversos tonos de las plantas, ni en el color más transparente de los mares. Si existe el verde en el paraíso, no puede ser más que este verde, que es sin duda, el verdadero verde de la esperanza».

Ante esa alineación de planetas, ante ese cielo rojo y morado y negro y carmín. Ante ese extraño cielo verde. Ante tanta maravilla regalada, curiosamente me sentí importante. Curiosamente, digo, porque es habitual en mí sentirme pequeña ante la naturaleza, pero esta vez fue distinto. Me sentí grande, importante, simplemente por existir. Por tener el privilegio de ser espectadora de tantísima belleza.