Puede que tenga una extraña forma de ordenar en la memoria los recuerdos. Siento como si cada época de mi vida estuviera en un compartimento. La infancia, la adolescencia, la juventud. Cada etapa guardada en una especie de caja imaginaria. El denominador común de todos esos paquetes soy yo. Aunque quizás sería más acertado decir: mi alma.

Digo mi alma, porque a veces al encontrar algún recuerdo, un dibujo o un objeto del pasado, he sentido como si ya no me perteneciera. He sentido que la propietaria era la niña que fui, o la adolescente. Y me ha dado hasta cierto reparo cogerlo. Algo así como si tocara las cosas de otro. Esto, sobre todo, me ocurre con algunos viejos cuadernos escritos. Me ha gustado escribir desde niña, aunque nunca escribí un diario. Cosa que ahora agradezco. Me costaría mucho leerlo. Y es que al leer por encima alguno de esos viejos cuadernos me he sentido incómoda, como si escudriñara en una intimidad que ya no es mía.

Dicen que los recuerdos se van perfeccionando con el tiempo. Dicen que a base de rememorarlos y contarlos, la historia se va asentando. Va tomando forma. Casi como una novela. Y sí, creo que hay mucho de cierto en eso y me parece una bonita forma de ordenar el pasado.

La novela de mi vida, esa novela que todos vamos escribiendo con el paso de los años, es una novela llena de buenos recuerdos. Y aunque he pasado por malos momentos, diría que en cantidad, en peso y en valor ganan los buenos. Los malos, aunque nunca se van del todo, porque existieron y no hay manera de borrarlos, sí que hay manera de no volver a echarles un vistazo. Pasar esas páginas de un manotazo.

La contradicción a todo esto, es que he sido muy dada a guardar recuerdos: un posavasos con una fecha escrita, una hoja seca, una flor, un billete de avión. Tengo montones de cosas guardadas y no sé bien para qué, si al final, no me parecen mías. Si al final, los recuerdos que más me gustan son los que se han quedado en la memoria. Quizás guardamos ese tipo de cosas por temor a olvidar. Como si en el olvido de los buenos ratos se nos escapara parte del alma. De ese alma conductora de la que hablaba antes.

Ese alma que ha vivido todas las etapas. El alma que ha pasado por todas esas cajas imaginarias. Y me pregunto: ¿Cuánto hay en mi yo de ahora de aquella niña de ciudad que inventaba canciones a diario? Y ¿cuánto hay ahora en mí, de aquella adolescente de los años ochenta que se cardaba el pelo y bailaba a The Cure? ¿Cuánto aún guardo de la treinteañera que iba siempre a mil por hora para compaginar trabajo, casa y la crianza de un niño pequeño? Probablemente mucho más de lo que imagino. Mucho más de lo que creo. Y también me pregunto: ¿Cuánto de esta mujer que ahora soy estaba ya en ellas? Y ¿cuánto de la anciana que seré está ya en mí?.

Creo que es bueno pararse a recordar. Aunque sólo sea un rato, un poco, de vez en cuando. Pararse a ordenar recuerdos, pensamientos, preguntas. Un momento, cada tanto, para airear y que no se enmohezca la memoria. Que no se pierdan páginas de esa novela no escrita. Un rato en el que organizar escenas e incluso, a veces, retomar el hilo argumental de ese improvisado guion de la película.