Hacía mucho tiempo que no tenía un bebé en casa. Hacía muchos años, demasiados. Una cuna, juguetes de colores, baberos, papillas, pañales, dan alegría a una casa. Y es que cuánta vida da un bebé.

El bebé del que hablo es el pequeño de mis sobrinos nietos y tiene diez meses. Como vive en la península lo conocía sólo por foto y por vídeo. Hasta ahora no había podido cogerlo en brazos y abrazarlo y comérmelo a besos. Hasta ahora él tampoco nos conocía a nosotros. No sabía que en una isla del Mediterráneo tenía familia y que estaban todos deseando besarlo y achucharlo. Aún no es consciente de todo eso, es muy pequeño, pero quiero creer que en su subconsciente habrá quedado impregnado todo nuestro amor. De eso se trata, eso es la familia.

Tenerlo por fin en brazos, jugar y reír con él, verlo gatear y sorprenderse con todo, ha sido emocionante. Todo es nuevo para él. La vida es nueva. Y la vida es tanto.

Conoció la playa y por supuesto le encantó. Tocó la arena por primera vez y la inspeccionó atentamente. Al principio la tanteaba con cuidado, con un solo dedo. Al rato, con la mano llena, parecía preguntarse qué era ese suelo tan blando que se podía coger a puñados. Unos puñados que al momento desaparecían entre los dedos haciéndole cosquillas al caer. Después inspeccionó la arena mojada de la orilla. Una textura nueva, más consistente y moldeable. Más fría también. ¡Y por fin descubrió el mar! Tanta agua, tantísima. Tan fresca al principio y tan cálida después. Chapoteó y flotó mirando todo con curiosidad y acabó riendo a carcajadas con el vaivén de las olas. Ya no quería salir de allí. También durmió a la sombra de unos pinos, con ese aroma a piña caliente que traen las ráfagas de brisa. Su primera siesta en la playa. Con el rumor de la charla y las risas de los niños a lo lejos. Rumor, que allí al fresco, sonaba a nana cantada bajito.

Al día siguiente descubrió las hormigas. Le sorprendió que algo tan pequeño corriera tanto. Y andando a gatas, persiguió a una de ellas metiéndose bajo las sillas y la mesa del jardín. Él parecía tan grande en ese momento, parecía un gigante comparado con aquella motita oscura de seis patas. También vimos lagartijas correteando entre las piedras de los muros y cada mañana, al desayuno, vino a saludarnos un ruidoso abejorro. Él lo miraba curioso, sin entender qué era esa cosa negra que volaba entre las flores. ¡Y las flores! Cogimos flores y las olimos. Él me miraba fijamente cuando le acercaba una a la nariz. «No sé qué haces, pero me parece divertido», parecía decirme con una media sonrisa y unos ojos muy abiertos.

Un bebé hace que uno vuelva a fijarse en todo. Como si todo nos fuera nuevo a nosotros también. El sabor de la fruta, la textura de la arena, la temperatura de la brisa, el brillo del sol. El maullido de un gato, el zumbido de una mosca, el piar de un pájaro. Todo es sorprendente para ellos. Todo les es importante, porque realmente lo es.

Se nos olvida que prestar atención a las cosas pequeñas hace el mundo más grande. Los bebés se encargan de recordárnoslo. Hacen que volvamos a mirar todo y nos fijemos en lo que nos parecía ya insignificante. Y así, poco a poco, nos van llenando de vida la vida.