Cualquier ultra armado con Twitter tiene hoy en día muchas posibilidades de liarla parda en esa red donde toda la leña que se eche al fuego siempre es poca. La tormenta es proporcional a la relevancia del ultra. En la cima de la cadena trófica de los trolls vive Trump. Pero aguas (putrefactas) abajo hay millones. El lunes pasado, a eso de la una menos seis minutos de la tarde, el ultraderechista Jean-Marie le Pen, presidente fundador del Frente Nacional francés, tuiteaba: «La estatua de Juana de Arco de la plaza de Pyrámides en París ha sido destrozada: es un ataque a la dignidad de todos los franceses. Más que nunca, Jeanne sigue siendo el símbolo del patriotismo que llega hasta el martirio».

Se pueden imaginar la tormenta de mierda digital subsiguiente: que si había sido un «ataque», un claro ejemplo de «cristianofobia», una acción obra de «matones LGTB»; que si había actuado un grupo llamado Liga de Defensa del África Negra, vil pandilla indígena y francófoba. O sea, toda la ultraderecha catolicona francesa entrando locamente en Defcon 2. Sin embargo, ese mismo día, varios tuiteros franceses empezaron a pasarse un tuit colgado por el periodista español Pedro Pablo Alonso unos días antes y gracias al cual, subrayaban, sabían cuál era la verdad. Alonso había pasado por allí y como la noticia es siempre la noticia, por pequeña que parezca, vio a un operario retirando la bandera de la santa de los reaccionarios para su reparación y sacó unas fotos, luego las subió a la red y acompañó las dos imágenes que tomó con un simple comentario: «Puesta a punto de Juan de Arco». La verdad era menos épica, pero era la verdad. Si algo bueno tiene Twitter es que, por mucho que grite el troll, nunca sabes de dónde le puede caer un zasca que lo deje en el sitio.