Dos excolonias españolas, muy cercanas en el terreno de la historia y los afectos, permanecen sumidas en largas y dolorosas dictaduras. Guinea acaba de celebrar oprobiosas elecciones legislativas que han corroborado el sobrecogedor e inmutable ascendiente del dictador Obiang, cuyo hijo ha sido condenado en Francia a penas simbólicas por la exhibición procaz de un lujo ligado naturalmente a la corrupción de su familia. Y en Cuba está teniendo lugar el periódico simulacro democrático en el que está prohibido que participe cualquier otro partido que no sea el oficial y que apenas sirve para cubrir el expediente estético y resolver las solapadas pugnas del interior del régimen castrista. Estamos tan habituados a esta contemplación que han cesado hace tiempo las llamadas a la libertad y a la apertura, tanto de las instituciones españolas como de los sectores de opinión que condenan estas conductas viciadas e intolerables. Nuestra diplomacia hace equilibrios para aparentar normalidad en la relación, y la propia Europa, en otro tiempo más estricta en la elección de sus amistades, hace ahora la vista gorda. Todo indica que importa un rábano el bienestar de los infortunados que viven bajo estos yugos mientras los regímenes indecentes no creen problemas.

Es, en definitiva, una prueba más de la hipocresía de las fuerzas dominantes europeas, encerradas en su propia y envidiable fortaleza.