Un alcalde de la parte rural de Cataluña se ha liado al afirmar que los catalanes viven «de otra manera» que los asemeja más a los daneses que a los magrebíes y, por extensión, al resto de los españoles. Parecía un alemán o un holandés hablando de los países vagos -pero alegres- de la Europa meridional.

Al pobre alcalde, que además es socialista, lo han puesto como no digan dueñas por esas opiniones -levemente xenófobas- que emitió en defensa del derecho de los catalanes a dar puerta o no a España.

Son los gajes de generalizar. Por esa razón Churchill -o tal vez Chesterton- se negó a dar su opinión sobre los franceses, cuando alguien le preguntó por ellos. «No sabría decirle», contestó. «Es que, verá, no los conozco a todos». El alcalde de Blanes, en cambio, cree saber cómo son todos los catalanes y, por comparación, todos los restantes españoles. Los primeros, daneses; y los segundos, magrebíes.

Ya puestos a identificar estos estereotipos, el Centro de Investigaciones Sociológicas se tomó el trabajo de preguntar hace un par de décadas a los españoles la opinión que les merecían sus convecinos de otros reinos autónomos. Así, en conjunto, y sin mirarlos de uno en uno. El resultado fue de chiste, como suele ocurrir cada vez que uno se pone a hablar de pueblos, en lugar de personas.

Los andaluces, por ejemplo, resultaron ser alegres y graciosos; los gallegos, supersticiosos y cerrados; los catalanes, tacaños; y los madrileños, chulos. Naturalmente, el rasgo más notable de los aragoneses era su testarudez y el de los castellanos, su seriedad. De los vascos llamaba la atención, más que nada, su propensión «separatista», aunque en esto se conoce que la encuesta se ha quedado algo vieja.

Otra cosa es cómo los vecinos de cada territorio se veían a sí mismos, claro está. Aragoneses, vascos y castellanos se atribuían como principal rasgo la nobleza; los gallegos se confesaban desconfiados y los madrileños, abiertos. Solo los andaluces coincidían en verse retratados por el estereotipo que los pinta como alegres y graciosos. Cualquier persona viajada habrá conocido, sin duda, a más de un castellano testarudo, a algún andaluz soso, a un gallego alérgico a la morriña e incluso a un madrileño tacaño. A diferencia de la gente -que abunda en estereotipos-, las personas tienden a ser muy diversas, no importa cuál sea su origen.

Lo que el tan mentado alcalde ha hecho, en realidad, es meter en un saco a todos los catalanes y en otro al resto de los españoles para concluir que en Cataluña existe un nivel de vida aproximadamente escandinavo. Razón suficiente, a su juicio, para que los vecinos del viejo Condado decidan si han de seguir compartiendo su riqueza con el resto de sus actuales conciudadanos o bien dejar España para no tener que cargar con esa rémora.

La idea no parece muy socialista, a decir verdad. Ni siquiera la conservadora Ángela Merkel se ha planteado que Alemania deje de financiar tan generosamente como hasta ahora las necesidades de otros países menos pudientes de la Unión Europea. Cataluña incluida, por supuesto, en la parte que le ha tocado.

No queda sino pensar que ese alcalde ha querido contar por la radio el chiste del catalán escandinavo y de hábitos superiores que mantiene al pobre español, mesetario y africano. De tanto repetirla, parece que algunos se han tomado en serio la broma.