Se cumplen esta semana cuarenta años de la «semana trágica» de 1977, durante la cual se cometieron los asesinatos de Atocha -un atentado de la extrema derecha contra simpatizantes laboralistas del PCE-, y el Grapo secuestró a Oriol, presidente del Consejo de Estado, y al teniente general Villaescusa, presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar. Todo ello en medio de una secuencia de atentados mortales de ETA y del propio Grapo, que se producían mientras Adolfo Suárez, que se disponía a legalizar el PCE -lo que hizo en la Semana Santa siguiente-, había de aplacar los ruidos de sables que resonaban en los cuarteles.

En junio se celebrarían las primeras elecciones generales, constituyentes, y se abriría así camino a la Constitución de 1978. Esta es la génesis de nuestra legalidad vigente, que costó sangre, sudor y lágrimas, y que nos ha proporcionado cuatro décadas de paz y estabilidad, con los déficits y las carencias que se quiera pero con un resultado cuando menos decoroso: este país está en los promedios europeos, tanto en desarrollo político como económico, algo que soñaban los ciudadanos de entonces.

Es claro que la historia no puede ser lastre para los vuelos futuros, pero conviene que quienes legítimamente muestran prisa por avanzar tengan conciencia de que venimos de territorios oscuros en los que nada fue sencillo y en los que muchos esforzados pagaron cara su lucha por la libertad.