Deben ser cosas de la edad. Según pasan los años, llega un momento en que el verano nos aturde con sus calores, trajines, aglomeraciones y ruidos. Empezamos a pensar que el mar es para los peces y, aunque todavía disfrutamos con un buen chapuzón, lo vemos más bien como un paisaje, desde fuera. Hoy, en estas benditas islas existen muchas razones para preferir el invierno. Incluyendo, por supuesto, el prólogo de su lujuriosa primavera y el epílogo de un otoño que casi siempre resulta glorioso, relajante y espectacular. Conviene estar muy atento, por ejemplo, a las contrastadas luces de noviembre. Y a las primeras turbonadas que oxigenan el aire, limpian los bosques y nos dejan ese perfume fantástico de la tierra mojada. Es también en noviembre cuando recuperamos algunos perfiles del viejo mundo, la soledad, el silencio y esos días que, lentos, morosos, parecen rodar más despacio. La respiración de las islas en invierno es más sosegada. Ibiza y Formentera viven el verano como una fiebre y salen de él castigadas y agostadas. Hasta tal punto que tienen que pasar unos días de convalecencia en ese octubre que es siempre neutro y anodino, que climatológicamente titubea entre un sol ya tibio y los primeros fríos.

Al entrar el invierno, la ciudad recupera un aire provinciano y el campo su ruralidad, no importa que los árboles estén desnudos y la tierra dormida. La isla ya no está del revés como en julio y agosto. Todo se ralentiza, se impone la calma y las prisas desaparecen. Los caminos son de nuevo caminos y los pueblos vuelven a ser pueblos. Posiblemente, la recuperación que más agradecemos es la que nos ofrecen, precisamente, los espacios más castigados y que nos hemos prohibido durante el verano, los litorales, ese rosario de paisajes que, resiguiendo la costa de sur a sur, desde el Cap des Falcó a la Punta de ses Portes, es casi inabarcable.

Una de las experiencias que más se agradecen es caminar los arenales cuando luce el primer sol tras una tormenta. El mar ha volcado en las orillas coquillas de todos los tamaños, -yo he conseguido caballitos de mar y el delicado ´nautilus´-, cónicos caracolillos, arenas insólitamente rosadas y esas algas que no son algas, montones de cintas cenicientas y húmedas aún que, cargadas de yodo, impregnan el aire con un fortísimo olor salobre, olor a mar. Caminar esas algas con los pies desnudos, hundiéndolos en ellas, es una experiencia reconfortante.

Y en el invierno, también la ciudad nos recompensa. Lugares muy especiales son las murallas y la bahía. Las dilatadas mirandas de los baluartes son un auténtico regalo. Y no son menos espectaculares los muelles en enero, cuando ses minves inmovilizan las aguas y todo el puerto es un espejo, una lámina extasiada sobre la que se podría caminar. Las islas nos devuelven entonces imágenes que creímos perdidas, los ecos que aún retiene la memoria. Lo que no quiere decir que nos engañemos con nostalgias vanas. Sabemos bien que nada es ya como fue. Nuestras islas ya son ´otras´. Y está bien que así sea. También nosotros somos otros.

Sólo apariencia

¿Qué tiene qué ver la ciudad antigua -la Penya, la Marina y Dalt Vila- con los barrios que conocimos hace medio siglo? El parecido que percibimos entre lo que vemos y lo que vimos es superficial, es sólo aparente. Todo lo que queda de la ciudad histórica es un remanente visual en algunos edificios, en algunas calles, en algunas fachadas. Lo que tenemos hoy es un proscenio artificial en verano y deshabitado en invierno. Hemos perdido los bares, las tiendas, los talleres, los rostros y las voces. Quitándole dramatismo a la frase, podríamos decir que en la vieja ciudad se nos ha escurrido la vida. Aún así, entre octubre y mayo, a pesar de su desconcertante deshabitación, la ciudad antigua aún nos identifica y por eso regresemos a ella.

El problema es que, en nuestro callejeo, sin que podamos evitarlo, pensamos en pasado. La memoria se nos impone a lo que vemos y por nuestra mente desfilan frases como estas: «Justo aquí, frente a la fonda Formentera que ya no existe, atracaba el Manolito; en la calle de atrás estaba la herboristería Colóm y a dos pasos quedaba la barbería Palerm (€) En este otro rincón, junto al Rastrillo, los payeses dejaban los carros que proveían al Mercado de verduras y frutas y por aquí rondaba Portmany dibujando con tinta y cañas sus cartones (....) En estos bajos estaba la ferretería Palau y en aquella esquina can Xinxó, con sus tejidos en piezas colocadas como los libros en las bibliotecas».

Lo cierto es que, al caminar las viejas calles, nos cuesta conjugar el ´presente´. Sólo repetimos el pretérito, «estaba, estaba, estaba€». Quedan todavía algunos bares como el San Juan, el Pou, el Peixet, la Estrella, el Marisol, la heladería Los Valencianos, la sombrerería Bonet y el destripado Pereira, que quiere resucitar.