Aunque nunca me han gustado los ´ismos´, ignorarlos es imposible porque forman ya parte de nuestro lenguaje cotidiano. Es lo que sucede, por ejemplo, en la arquitectura, el arte y muchas otras disciplinas donde el término minimalismo trata de etiquetar una tendencia que apuesta por el reduccionismo y la simplicidad, con el objetivo de captar lo esencial o sustantivo y, consecuentemente, eliminar todo aquello que podamos calificar como superfluo y añadido. Pero lo cierto es que, presentarlo como algo novedoso o rupturista. es un fraude porque ya son en extremo minimalistas los dibujos de bisontes y caballos que nuestros ancestros prehistóricos dejaron en las paredes de las cuevas y minimalistas fueron también las primitivas chozas que habitaban. En otras palabras, cuando el filósofo británico Richard Wolheim acuñaba por primera vez el término minimal para referirse a las pinturas de Ad Reinhardt por su bajo contenido formal, no descubría el Mediterráneo. Era algo que ya existía porque, a fin de cuentas, minimalismo es sencillez, simplicidad, abstracción, sobriedad, parquedad, economía de medios y lenguaje, purismo estructural y funcional, geometría elemental y concepción sintética. Piet Mondrian, Mies van der Rohe y Philip Glas son buenos ejemplos, respectivamente, de minimalismo pictórico, arquitectónico y musical. Podría decirse que el cacareado minimalismo surge como reacción radical frente a la confusa sobrecarga de elementos asumida por el arte y que, desde un sentimiento creciente de desorientación y desencanto, obliga a soltar lastre y a quedarse con lo estrictamente necesario.

Con la perspectiva que tenemos hoy, resulta paradójico constatar que si el minimalismo de ayer surge de la carencia y la precariedad, el minimalismo de hoy nace de la hipertrofia y el exceso. Urge eliminar todo lo que sobra en un movimiento de retroprogresión, en un regreso higiénico al punto de partida desde el que podamos caminar ligeros de equipaje, sin cargar la mochila. El ´menos es más´ es su premisa irrenunciable. Se impone el desnudamiento.

El teatro elimina los montajes aparatosos y los actores aparecen solos con una mesa y cuatro sillas, Hamlet viste vaqueros y el Rey Lear traje y corbata, tanto da. Basta el gesto y decir el texto de forma que se entienda. La abstracción pictórica, por su parte, sólo nos da formas simples y colores puros. La escultura -pensemos en Henry Moore- recupera cierto primitivismo mientras la música trabaja con un compás simple, de 4/4, con cambios sutiles y repeticiones de bucles cortos. Incluso movimientos como el ecologismo son un rechazo de la manipulación y el artificio porque la relación con la Naturaleza sólo exige naturalidad.

Dicho esto, un minimalismo ejemplar lo tenemos aquí, en nuestra propia isla, en la forma tradicional de habitar y vivir de nuestras gentes en el medio rural. Esto explica que nuestras casas fueran paradigmas o arquetipos, para Le Corbusier, Josep Lluís Sert o Broner. Y de aquí, también, que la forma de ser y de habitar de nuestros payeses, el vaciamiento del tiempo, la sabia simplicidad de nuestra arquitectura modular, la sencillez de sus interiores en el que apenas encontramos mobiliario y sus elementales útiles de trabajo fascinaran a Hausmann, a Walter Benjamín y a tantos otros viajeros.

La vida de ayer

El minimalismo de hoy, en su descarga de añadidos innecesarios bebe, paradójicamente, de la esencialidad que tenía la vida de ayer. Es cierto que el minimalismo de nuestros payeses nació de la necesidad y de la precariedad de medios, pues trabajaban con los materiales que tenían a mano, piedra muerta, esparto, maderas de sabina o pino, pita, cal, carbón y algas.

Pero no nos equivoquemos, porque en las aptitudes y actitudes de nuestras gentes se dio algo más que la mera determinación derivada de sus carencias y de su aislamiento. Podríamos decir que su circunstancia fue condicionante, pero no determinante. Lo vemos en la medida humana que subrayaba Sert. Lo descubrimos en la funcionalidad, proporción y equilibrio de sus construcciones, lo vemos en la racionalidad y el sentido común que el payés aplica en todo lo que hace. Todo lo que encontramos en la vida rural de nuestros mayores se rige por un mismo principio, el del mínimo necesario y suficiente que, por otra parte, resulta formalmente perfecto y consigue belleza. Fijémonos en un humilde sombrero de paja, o en una silla de enea, o en los tambores y las flautas de nuestro folklore.

No existe ni un solo objeto salido de las manos de nuestro poliédrico payés que, además de ser ajustado a su uso, no sea al mismo tiempo bello, arte más que artesanía. En una pared de mi casa tengo colgadas, para contemplarlas, como podría contemplar una escultura o un cuadro en una galería de arte, un par de alpargatas. En ellas está el minimalismo que digo y en el que nuestros payeses fueron, sin saberlo, verdaderos maestros.