A muchos de aquellos padres de leche les desgarraba saber que al cabo de siete años tendrían que separarse de los niños. Y de cinco de las niñas. Podían adoptarlos, pero bajo unas condiciones económicas que para muchos pitiusos eran inasumibles en esa época. La Hoja de Lactancia estipulaba que si los didos deseaban «quedarse» con el crío tendrían que seguir una serie de pasos. Primero, «presentar en el último pago un nuevo certificado librado por los señores Juez y Alcalde del pueblo en que resida, expresivo de la buena conducta de la misma nodriza y su esposo y de los medios con que cuentan para mantenerle y darle educación». Pero además deberían «depositar la cantidad de 125 pesetas en favor del niño».

La devolución a la Casa de la Maternitat i Expòsits de todo chaval tanto antes como al acabar el plazo de su estancia corría «siempre a expensas de la nodriza», según se destaca en negrita en la Hoja de Lactancia. Es decir, ellas debían pagar el viaje de vuelta a Barcelona. Lluís aún recuerda como regresó en barco en compañía de Antonia Verdera, así como el mareo que pasó en esa travesía.

«La nodriza costeará el entierro del niño si falleciera», se avisaba también. En ese caso, el juez del pueblo debería «dar parte necesariamente del fallecimiento» y certificar la enfermedad por la que hubiera muerto. La dida tenía, asimismo, la obligación de vacunar al pequeño en uno de los seis primeros meses que lo tuviera a su cargo. Para justificarlo debía presentar un certificado del facultativo «que lo verificara».