Diario de Ibiza

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Memoria de la isla

Terracotas

Frente a las singulares terracotas de Joan Planells ‘Daifa’ el juicio no puede ser apriorístico ni podemos quedarnos en las formulaciones estéticas de manual. Puede que su significación se nos escape, pero es evidente que en sus creaciones hay una originalidad atemporal y misteriosa, un formalismo interior autónomo, simple y definitivo. Posiblemente, el mejor camino para su interpretación sea el de la intuición y la vivencia

Terracotas de ‘Daifa’.

Nacido en el seno de una familia payesa, después de ser pastor, pastelero y acompañante de un ciego que vendía lotería, Joan Daifa se convierte de forma autodidacta en un extraordinario artesano y en un artista que raya la genialidad.

Las terracotas de Daifa me acompañan desde hace muchos años. Están aquí y allá, distribuidas caprichosamente en toda la casa. Entre libros. En repisas, mesas y rinconeras. Incluso en el suelo. Una de ellas resiste a la intemperie, en la entrada de la vivienda, sobre el poyete que tiene un muro de ladrillo. Que la dejara en el exterior tiene sentido, porque, icónica y tutelar, con los brazos abiertos parece que nos da la bienvenida, como si quisiera abrazarnos. La mayoría de estas rústicas y sorprendentes estatuillas dan imágenes domésticas y cotidianas. Pueden representar la maternidad o el trabajo. Una mujer con unos trapos cruzados como mochila carga su hijo en sus espaldas. Otra parece una aguadera por el cántaro que lleva sobre la cabeza.

Las hay que parecen divinidades y abundan, sobre todo, las figuras votivas con ofrendas, copas, flores o palomas. Algunas otras, ensimismadas, recogidas y ausentes, diría que rezan. A mí me atraen, paradójicamente, las más herméticas, tal vez porque su hieratismo, enigmático y grave, parece escondernos algo que viene de tiempos a los que no nos alcanza la memoria, tiempos que no reconocemos y no somos capaces de leer. Son creaciones que nos llegan –ni tan siquiera Daifa sabe por qué ni cómo- de un mundo arcano que nos atrae en la misma medida que provoca en nosotros curiosidad, extrañeza y respeto.

Daifa golpea la pella de barro, clava sus dedos en él, lo amasa, lo acaricia y uno tiene la impresión de que es la única posibilidad que tiene de objetivarse, de encontrarse a sí mismo, de desvelar y revelarnos los anhelos que le mueven. Daifa desconcierta. Para muchos fue un artesano, un alfarero o terrissaire, pero para otros fue un artista. La disyuntiva es falsa. Daifa es un ejemplo de que ambos caminos convergen y de que si algunos artistas son grandes artesanos, algunos artesanos son geniales artistas. Daifa hacía botijos, tiestos, cántaros, jarras, tinajas, vasos, tazones y objetos que vendía porque tenían una utilidad, una función.

Y en este sentido, Daifa era un alfarero que trabajaba como pocos el barro. Pero quien visitaba su taller encontraba otras piezas, absolutamente distintas. Y es que la querencia de Daifa, como él mismo decía, no era hacer plats-i-olles, era dedicar la mayor parte de su tiempo a extraer del barro piezas extrañas, pequeñas terracotas y relieves de perfil inequívocamente púnico que sus manos creaban con absoluta libertad, con extraña celeridad y de manera casi compulsiva, como una exigencia que posiblemente estaba en ese oscuro límite en el que se cruzan el consciente y el inconsciente. Asombro y perplejidad eran las impresiones que dejaba en quienes le veían trabajar. Y lo divertido del caso es que también a él le sorprendían algunas de sus creaciones que, sin embargo, sus manos materializaban con naturalidad. Puede que, antes de iniciar un trabajo, Daifa tuviera una forma de prefiguración, una difusa intencionalidad, -lo sospecho porque destruía a medio hacer lo que no se ajustaba a lo que quería-, pero su búsqueda, según confesaba, sólo se resolvía en la misma ejecución, según trabajaba. Era como si sus manos se anticiparan a sus ideas.

En cualquier caso, Daifa daba salida con su trabajo a una pulsión, a una expresión, a una emoción, a una vivencia. Y si digo de sus creaciones que eran obras de arte es, entre otras cosas, porque no tenían ninguna utilidad y porque no buscaba beneficio. Cuando mi mujer y yo le visitábamos en su taller de can Negre, le comprábamos 10 o 12 piezas, pero él nos regalaba otras tantas. Y le sorprendía nuestra insistencia en pagarle las estatuillas. En una ocasión le pregunté por qué las hacía. No lo sabía. Me dijo que necesitaba hacerlas.

Hoy sé que Daifa está en cada una de las terracotas que modelaba. Todas ellas tienen su sello, su huella, su alma. Únicas e inconfundibles, en su rusticidad y primitivismo, consiguen una extraña belleza y retienen una poderosa carga simbólica, un aura, un algo indefinible que sólo puedo adjetivar como inefable. Yo no he tenido nunca un concepto circular o cíclico de la Historia, no he creído nunca en el eterno retorno, en reencarnaciones estoicas o nietzschianas, pero confieso que Daifa me hizo dudar. Sus trabajos eran y me siguen pareciendo las de un púnico redivido. Como si Daifa hubiera sido uno de aquellos alfareros de Iboshim que fabricaban las estatuillas que acompañaban a los difuntos en su sepultura.

Y además

Su mundo en can Negre

He olvidado mi primer encuentro con Daifa. Puede que viera en algún lugar alguno de sus trabajos y tratara de localizarle. O tal vez alguien me habló de él. No sé. Lo cierto es que enseguida trabamos una verdadera amistad y acudí muchas veces a su taller por el mero placer de verle trabajar. El modesto obrador de can Negre era su mundo. Recuerdo el torno, el taburete de madera de su asiento, un catre al fondo y un totum revolutum fascinante de estatuillas arcaicas innumerables que nada tenían ya que ver con las piezas de la alfarería tradicional. Si tuviera que describirlas, no podría. Es necesario verlas. Sólo puedo decir que surgían de una poderosa intuición creativa, de una misteriosa identificación con un mundo alejado del nuestro que, en todo caso, sólo podemos vislumbrar en las vitrinas del Museo Arqueológico del Puig des Molins. Han pasado muchos años y Daifa, gracias a sus terracotas, mantiene una viva presencia entre nosotros. Vayan estas rayas en su memoria, en el recuerdo del artista y del amigo.

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