Sin ruido y sin molestar a nadie, así se ha ido y así vivió mi padre.

Antonio Olloqui nació en Vitoria en 1923, y se formó en la antigua Escuela de Artes y Oficios de la capital alavesa. En 1968, después de transitar con éxito por el dibujo, el grabado y todas las técnicas de pintura, descubrió el esmalte. El nuevo recurso, realizado a fuego sobre metales, le ofrecía algo que siempre valoró en sus trabajos: la posibilidad de investigar con los materiales que componen la obra de arte. Su objetivo: liberar al esmalte de las limitaciones de la aplicación suntuaria y artesanal para elevarlo a la categoría de las otras técnicas convencionales.

Desde los años 50 hizo de Ibiza su segunda residencia. La luz de la isla blanca habitó desde entonces en su pintura.

A partir de 1982 desarrolla un método personal en la interpretación artística del esmalte a fuego que le abre las puertas de los círculos esmaltísticos internacionales, y que le valió el reconocimiento, con el Premio a la Excelencia, por la Enamelling Artist Association en la Bienal del Esmalte de 2002 celebrada en Japón.

De su mano, el esmalte abandonó vitrinas y tocadores para ocupar el espacio que le corresponde en galerías y museos; y su obra, reconocida internacionalmente, pasaba a formar parte de colecciones institucionales y particulares de todo el mundo, como el Museo de Bellas Artes de Vitoria, que, además de albergar obra pictórica de sus inicios, recibió en donación, en 2015, su 'Homenaje a Samaniego'.

También cultivó la música. Formó parte, junto a su padre y su hermano, de la Banda Municipal de Vitoria; y, cumplidos los 90, me pidió prestado mi viejo método Carpentier para adentrarse en el piano. No le dio tiempo.

Hasta el final

Hasta el final

Pero siguió dibujando hasta el final, cuando ya las otras técnicas estaban fuera del alcance de su mano, y pese a que su proverbial curiosidad se fue diluyendo en la rutina de unos días plagados de limitaciones.

Viudo, desde el 5 de agosto de 2016, de Hortensia García de Salazar, vitoriana como él y compañera durante más de siete décadas, pasó sus últimos años en Cantabria, comunidad que le acogió con los brazos abiertos.

Educado, discreto, generoso, profundamente convencido de la bondad humana, virtud que practicó con temeridad y sin mesura, no se perdonaría nunca el ausentarse para siempre sin agradecer las atenciones a todos aquellos que le acompañaron gratamente en algún capítulo de su vida. Yo lo hago ahora a través de estas líneas, en su nombre y en el mío, lo mismo que le agradezco a él sus genes, perpetuados en sus nietos y bisnietos, su valioso ejemplo y su desmedido amor.