Jacinta tiene una neumonía. Importante pero controlada. Ha pasado la noche bien, le asegura a Mario García, médico de la Unidad de Hospitalización a Domicilio del Área de Salud de Ibiza y Formentera, cuando éste llega, pasadas las doce, a su casa, en Santa Eulària. Jacinta, que está conectada a una máquina de oxígeno, está sentada en su butaca, con su bata y su pijama y viendo la televisión. A su lado, su marido, Luis. Los dos han dormido casi toda la noche. Juntos. Si hubiera estado hospitalizada, ninguno habría pegado ojo. Ella se habría pasado la noche llamándole. Él habría pasado la madrugada en blanco, preocupado.

Ésta es una de las ventajas de la hospitalización a domicilio, explica Tania, nieta de Jacinta y Luis. No es la primera vez que su abuela es paciente de la UHD. «Lo pedimos nosotros», afirma Tania, que tiene dos niñas pequeñas. «En el hospital te lo hacen todo, aquí tienes que hacerlo todo tú, pero te facilita la organización familiar. Es el doble de trabajo, pero ella y todos estamos más tranquilos», añade mientras Mario, que le ha tomado la tensión, ha comprobado su estado y ha revisado la medicación, cierra la maleta. «Beba mucho líquido», le indica. Luis señala la botella de agua que tiene Jacinta en el brazo del sofá, y el vaso de Peppa Pig que hay sobre la mesita. Mario carga la maleta y se despide, rumbo a la casa del próximo paciente.

La jornada ha comenzado hace horas, a las ocho de la mañana, en el despacho de la unidad, en la zona del Hospital de Día de Can Misses. Allí, todos los integrantes del servicio (tres médicos, cinco diplomados en enfermería y una auxiliar que comparten con la unidad de cuidados paliativos), participan en una sesión clínica en la que repasan los casos que tienen, preparan las visitas del día y revisan si los médicos de planta les han derivado algún posible paciente. En ese caso, los visitan y les proponen irse a casa, explican durante la sesión de «rehabilitación». Llaman así al desayuno que comparten. Para Mario es algo más que tomarse un café y una tostada. Ese momento, relajado, distendido, estrecha los lazos del equipo. Y eso es muy importante, comenta dirigiéndose a las consultas de Traumatología, donde tienen revisión varios pacientes de pie diabético. Sara Cortés, traumatóloga, y Raúl Laguna, podólogo, atienden a Toni, al que acompaña Montse, una de las enfermeras de la UHD. Toni lleva un mes hospitalizado en casa. Le ofrecieron esta posibilidad cuando llevaba 62 días en el hospital. Y está encantado. Le visitan regularmente para hacerle las curas y cada quince días acude a la Unidad de Pie Diabético, donde revisan la máquina de la terapia VAC, un sistema que reduce el tiempo de cicatrización. «Me duele un poco la espalda», comenta Toni mientras le curan el pie, en el que le faltan varios dedos. Ha intentado colgarse la máquina, como una mochila que pesa un kilo y de la que sale una cánula que llega a la herida, en el otro hombro, pero no le va bien. Toni lo tiene claro, prefiere estar ingresado en casa que en el hospital.

«¿Nos echan a casa?»

«¿Nos echan a casa?», pregunta Carmen, esposa de Cristóbal, al que acaba de operar el servicio de Urología, cuando Mario llega a la habitación con la propuesta. El médico está acostumbrado a este tipo de reacción. La respuesta es siempre la misma: no se echa a nadie, es sólo una posibilidad, si quieren, se quedan en el hospital. «Nunca forzamos el sí», insiste saliendo de la habitación, después de haberle explicado al matrimonio que irán «todos los días» para administrarle el antibiótico y hacerle las curas, que pueden llamarles de ocho de la mañana a diez de la noche si tienen algún problema y que, fuera de ese horario, les atenderá el 061.

Las mismas explicaciones les da a Vicente, paciente de Medicina Interna, y su mujer, que se esfuerza por explicarle a Mario dónde se encuentra la vivienda: «En Sant Josep, enfrente de donde antes estaba...». Los trabajadores de la UHD están más que acostumbrados a este tipo de explicaciones. «Si tiene calle y número, no me preocupa», afirma. Ponen la dirección en el GPS del móvil y listo. «Desde que está googlemaps no es un problema. Hace años era más complicado», recuerda. Por suerte, explica, le gustaba mucho «hacer mapas». Ahora, cuando tienen que ir a una casa en el campo -«aquí hay muchas»- el primero del equipo que la visita marca la localización y la comparte en el grupo de Whatsapp que tiene la unidad. A veces, los primeros son los técnicos de la empresa que se encarga de poner el oxígeno en las casas de los pacientes, explica. De hecho, hasta que no está todo instalado el enfermo no vuelve a su casa, matiza.

La chimenea de Catalina

En una de esas viviendas en el campo está Catalina Planells. Mientras se dirige hacia allá, Mario explica que en verano el elevado tráfico de la isla complica y demora bastante estas visitas. Por suerte, es la época en la que más baja la demanda de hospitalización. El aparcamiento es otro de los problemas a los que se enfrentan de forma habitual. En el camino a la siguiente casa, suena el teléfono de la UHD. Es Montse, la enfermera, que está viendo a otra paciente, no se encuentra muy bien y todos se quedarían más tranquilos si el médico pasara a verla. Vive en Jesús, así que a la vuelta Mario pasará por su casa. El teléfono suena constantemente. A veces los familiares tienen dudas, el estado del enfermo cambia o sucede algún incidente con las máquinas. La mayoría de las veces todo se soluciona por teléfono: «Les dices que suban un poco el oxígeno, que le den tal medicación... Casi todo se soluciona por teléfono», indica Mario, que destaca la dedicación de todo el equipo por sus pacientes. «Hay que ser de una pasta especial», indica.

El médico deja el coche frente a la puerta de la casa payesa, con vistas a un valle y rodeada de naranjos. Catalina, que tiene una infección respiratoria, espera a Mario sentada junto a la chimenea y viendo el programa de Ana Rosa. Es la zona más calentita de la vivienda. En la habitación contigua está el aparato que suministra oxígeno a la paciente y todo lo necesario para su tratamiento, apilado en cajas. «Aquí estoy bien, pero en el hospital también lo estaba», comenta Catalina. No quiere quedar mal con quienes tan bien la han cuidado en Can Misses, pero al final confiesa, con una sonrisa traviesa, que en el hospital no tiene su chimenea ni su sofá ni puede salir a ver el campo los días que hace « soleiet».