A sus cien años (cumplidos ayer mismo) Maria Marí Planells, Maria de Cas Curpet, es muy consciente de que ella no ha sido una mujer al uso. De su época, al menos. Lo deja claro desde el primer momento: «No he tenido herencias, no he tenido fincas, todo me lo he trabajado». Lo dice entre llamada y llamada, que atiende sentada en su cama, en la que decide alargar el descanso en tan señalada fecha. Por la tarde hay fiesta en casa (en la cocina esperan ya dulces, cocas y cava) y prefiere reposar un poco más para estar bien despierta cuando lleguen los amigos, la familia y el párroco de Sant Llorenç, Josep Riera, «Don Pep».

Maria asegura que llegar a los cien años ha sido «muy fácil» y que si existe un secreto para la longevidad, ella no lo conoce, afirma con una carcajada. Sus primeros recuerdos datan de cuando era pequeña, en la casa familiar de Can Tirurit, y hacía «de niñera» de sus tres hermanos: un chico y las gemelas. «Era la mayor», justifica la centenaria, que señala que jugaban con lo que encontraban por el campo. De sus primeros años recuerda también la «ilusión» con la que recibía el premio de «bajar a Vila» muy de vez cuando, pero también «el miedo» que, una vez en camino, le daba esa ciudad a la que, con 18 años, se mudó. Lo hizo con su marido, Vicent Marí Roig, panadero.

Durante sus primeros años en Vila Maria se dedicaba a coser en su propia casa. Su vida fue la costura, un oficio que aprendió «sola»: «No tenía nada, así que me tuve que espabilar. Me he labrado la vida a base de pinchazos de aguja». Asegura que no hay como la necesidad para despertarse y que todo «fue surgiendo». Le llevaban algo para zurcir, lo hacía bien, se corría la voz y cada vez le llevaban más cosas.

Pan para los militares

Después de unos años, sin embargo, dejó la costura para meterse en harina. En la de Cas Curpet, en concreto, el negocio que durante más de 30 años regentó su marido. La pastelería estaba en Vara de Rey, entre el antiguo Cine Serra y el cerrado hotel Montesol. «Donde estaban las dos palmeras tan altas», detalla justo antes de descolgar el teléfono que tiene en la mesita de noche. Las visitas y llamadas de felicitación son constantes durante toda la mañana. Fue precisamente esa pastelería la que salvó a Maria y Vicent de no pasar hambre durante la Guerra Civil y la posguerra. «Cas Curpet era una de las panaderías que preparaba pan para los militares, así que aunque no hubiera otra cosa, al menos pan, tenían. Además, venía del campo, estaba acostumbrada a escatimar», explica Maria Mari Ramon, sobrina y ahijada de la centenaria que, de jovencita, se mudó a vivir con su tía para poder continuar con sus estudios en Vila.

A pesar de estar en la panadería, la vida de Maria era la costura, a la que volvió para abrir una tienda, la boutique Ibiza, cerca de Puig des Molins. La tienda era pequeña, pero tenía un taller grande en el que diseñaba y cosía ropa de estilo Adlib que luego vendía al por mayor. Hasta Alemania llegaban sus creaciones. «Y a Galerías Preciados», presume. Maria, que entonces lucía una cuidada melena morena, define su trabajo en aquel taller como «una lucha» por salir adelante: «Yo en la vida siempre lo he tenido que luchar todo».

Asegura que era «difícil» mantener el negocio, atender a todos los encargos y pagar las facturas. Afirma con orgullo que nunca faltó a su palabra y que cumplió todos sus compromisos, por muchas horas extras que tuviera que pasar en su negocio. «Hasta 16 horas al día podía pasar allí», asegura Maria, que destaca que fue «la cuarta mujer» en sacarse el carnet de conducir en Ibiza.

Y en tener coche propio. Cierra los ojos e intenta recordar el modelo, pero ahí la memoria le falla. «Algunas cosas se han ido», afirma señalándose la cabeza. Lo que sí recuerda es que era «azul marino» y que aquel coche le granjeó un número considerable de amigas. En realidad, ella lo compró por trabajo, para poder «recoger y llevar los encargos» a cualquier punto de la isla. «Iba hasta Sant Miquel», apunta. Maria ríe. Explica que la niña a la que le daba miedo ir de Sant Llorenç a Vila nunca habría adivinado que años más tarde se movería por toda la isla al volante de un coche. En aquel vehículo, que pagó «a plazos», llevaba a sus amigas a pasear.

Siempre con amigas

Entre ellas estaba Rosita, a quien considera de sus mejores amigas: «Yo la llevaba en coche, pero su familia tenía autobuses». Rosita aparece en varias fotografías que muestra la cumpleañera. En una de ellas se las ve, muy sonrientes, en Lourdes, uno de los viajes que compartieron. Para ella las amigas han sido siempre «muy importantes»: «A veces estás sola, pero hacen que no te sientas sola».

De esa misma cabeza que ha olvidado algunos detalles surgían las creaciones que Maria cosía en el taller. No estuvo nunca dentro de la moda Adlib, pero sus vestidos eran blancos, vaporosos, con puntillas. Su sobrina lucía muchos de ellos. Era su mejor reclamo. Muchos de los que la veían jugando en el paseo Vara de Rey acababan en la tienda: «Me traía muchos clientes».

La etapa de la boutique Ibiza terminó para Maria cuando tuvo que cuidar de su marido. Dejó la costura durante unos años. De hecho, ella pensaba que ya se jubilaba, pero no fue así. Aún le quedaban muchas puntadas que dar. No recuerda la fecha ni cuántos años tenía. Cerca ya de la edad de jubilación volvió de nuevo a su pasión y fundó una escuela de corte y confección -Academia Mar- en un piso de la calle Cataluña de Vila, cerca del Mercat Nou. Decenas de alumnos pasaron por sus clases hasta que uno de ellos decidió quedarse con el negocio y a ella le pareció bien.

La academia duró poco tiempo: «Cuatro días, como aquel que dice. La gente ve que el negocio te va bien y piensan que todo seguirá igual, lo que no saben es todas las horas que le echas. Despertarte muy pronto y quedarte hasta bien entrada la madrugada trabajando para sacar adelante la empresa. Eso no lo ve nadie».

Maria traspasó su academia, pero no dejó de coser. Aún hoy si se le cae un botón intenta cosérselo ella: «Me cuidan mucho, pero si puedo...». Y hace apenas un año, como ya no controlaba la máquina, se cosió a mano una chaqueta. Casi toda la ropa que tiene se la ha hecho ella. Y la mayoría, incluso las prendas que salieron de sus manos hace algunas décadas, lucen aún perfectas, como si el tiempo no hubiera pasado por ellas. «Abre el armario», indica señalando las puertas, de cuyos pomos cuelgan corazones. «Saca lo que quieras. Todo lo he hecho yo», conmina. En el armario hay blusas estampadas, faldas, trajes, chaquetas con botones de madera, americanas entalladas y abrigos. Todo hecho por ella.

Y aún se lo pone. Como el abrigo de pata de gallo verde y negro con el que aparece en una foto con el obispo de Ibiza, Vicente Juan Segura. O la alegre chaqueta negra de topos blancos y dibujos geométricos amarillos que lució ayer para la celebración de sus cien años. Con ella recibió a sus invitados, que le regalaron ramos de flores, y con ella brindó por ella misma con una copa de cava.