En los últimos años, de sa Penya solo hemos hablado para lamentar que dejara de ser el barrio que había sido y se convirtiera en un gueto, en un mundo enfermo y marginado que ignora el resto de la ciudad. Lo cierto es que vivimos como si sa Penya no existiera. Y lo que ahora hacemos para recuperarla llega posiblemente demasiado tarde porque su enquistamiento exige difíciles cirugías que, a medio plazo, no tienen un pronóstico claro ni favorable. En cualquier caso, la ciudad histórica no se entiende sin la memoria que nos dejó el viejo barrio marinero y que, en su desnudez, era un bellísimo ejemplo de pueblo mediterráneo. No solo en sus humildes arquitecturas y en la laberíntica urdimbre de sus pasajes y callejones, sino, sobre todo, en la particular atmósfera que creaban quienes vivían en ellos. De esa memoria que no podemos perder hablamos aquí.

Durante un tiempo que no sé precisar, en los cincuenta del siglo pasado, mi familia ocupó una pequeña vivienda entre la calle de la Mare de Déu y el callejón del Gall, en un estrecho pasaje apeldañado que bajaba a la plaça de sa Drassaneta. Mis recuerdos incluyen rostros de vecinos de los que no recuerdo su nombre, aunque sí retengo imágenes precisas de las casas, de las calles y de la vida que allí se hacía. El lector debe saber que las crónicas más sustanciosas del tejido humano del barrio nos las dio Marià Serra Planells en ´Una visita a sa Penya´, una serie de textos que aparecieron en El Pitiús de 1998, 1999 y 2000, donde tenemos una impagable galería de insólitos personajes como «Juanita Camatxes, en Toni Nyals, en Negret, en Toni Pus, na Paula de sa Rata, na Lluïseta, en Pepito Pixolo, en Xiquet Cagamànecs, na Margalida Jueua, en Ramonet Xato, en Toni de s´Aigua, en Juan Mal» y muchos más, amén de una larga relación de las familias que habitaban el barrio, «els Ters, Platers, Pregoner, Barreta, Lluquí, Tití, Sardina, Cabot, Borrasa, Garroves, Cucons, Talaies» y tantas otras.

Desde el Rastrillo hasta la Torre del Mar, el barrio cerraba por levante la ciudad en un laberinto de callejas y rincones -es Passadís, Santa Llúcia, es Racó de sa Murada, Sant Pere, Bon Aire, Retir, Fosc, sa Pedrera, etc-, en los que las casas se sucedían caprichosamente en una asimétrica secuencia de cubos blancos que modificaban alturas y tamaños y daban en sus puertas y ventanas pinceladas encendidas en rojo, azul y verde, los mismos colores de las barcas porque se aprovechaba la pintura que sobraba de pintarlas. En la cruz de madera que barraba las ventanas se ataban las cañas de pescar junto a las bolas de vidrio que los pescadores utilizaban en sus redes como flotadores. Y había palangres en canastas junto a las entradas. Y pequeñas redes que se secaban entre los balcones, colgadas de los tendederos. Y sobre el encalado de los muros resaltaban las palas de las nacras como si fueran alas, estrellas de mar y sobre algún dintel, como un escudo nobiliario, el caparazón de una tortuga. Las puertas de casi todas las casas tenían gateras por las que entraban y salían a su antojo los morrongos que gozaban del mayor respeto, porque, con las aguas residuales volcándose a la calle, abundaban las ratas que eran grandes como conejos. Algunas gallinas corrían libremente por las calles mientras sus polluelos, cuando los había, quedaban al resguardo de grandes nasas que los protegían de los gatos. También recuerdo a un viejo con un borrico que trastabillaba y que en sus alforjas acarreaba agua desde la fuente de la Marina. Aparecía en el mediodía, se paraba delante de las casas y con un golpe de vara provocaba en el asno un rebuzno que era un aviso para quien necesitaba una carga de agua. Y había también una vecina que se llamaba María, alta, delgada y cargada de espaldas que tenía un puesto en la Pescadería. -«Quan siguis gran -me decía- no vulguis anar a la mar, que tot lo que té de bona, ho té també de traidora».

Paraíso infantil

La Penya estaba muy lejos de ser el paraíso, pero para mí lo fue. Puede que fuera cosa de la edad, pero lo cierto es que todas las imágenes que retengo son amables, felices y festivas. Cierro los ojos y un pescador calafatea su pequeño llaüt en sa Drassaneta, un viejo recompone una red en el portal de su casa, las mujeres sacan en las horas de la siesta unas sillas a la calle y recosen camisas y calcetines. Puedo verme comprando carbón en la calle des Passadís, y en las cochineras de la muralla para ver las crías que había parido una marrana, y jugando en el espigón con una vejiga que nos servía de pelota y que siempre acababa en el mar. Los chicos nos bañábamos en la playa de piedras que quedaba entre el espigón de la Torreta y pescábamos con fitora entre los bloques del Muro, nombre que dábamos al dique del faro. Veo también la fiebre del enjalbiego, cuando en los abriles las mujeres enarbolaban cañas y brochas y la cal alcanzaba las piedras de la calle. Como veo la hoguera de San Juan de la que se salvó por indulto del alcalde una preciosa carabela que construyó un pescador. Aquellos días aprendí a nadar. Algunos lo conseguían sin ayuda, chapoteando con desespero y tragando el agua que hiciese falta. Otros aprendieron sujetos a una cuerda que alguien sostenía desde el muelle. Mi padre fue más civilizado. Con los corchos que se utilizaban en las redes como flotadores, un pescador me hizo un cinturón que, colocado en el pecho, me mantenía sin esfuerzo en la superficie. Cada seis o siete días me quitaban un corcho, de manera que, para seguir a flote, yo tenía que bracear y patalear. A los pocos días me sostenía solo y poco después sabía nadar.