«Desde niño he usado la bicicleta. Pero desde hace unos 40 años y hasta hace pocos meses lo hacía todos los días», confesaba Vicente Tur Riera, Casals, hace un par de meses en las cartas al director de este diario. La cuestión no tendría nada de extraña si no fuera por la edad actual de este Eddy Merckx jordier: 96 años cumplidos hace justo 11 días. Hasta el pasado mes de abril, Tur se movía por Ibiza a pedales, los de una bicicleta de montaña Shimano naranja y pesada de18 velocidades y tres platos, guardabarros, faros y dinamo que ganó hace un par de décadas en una rifa celebrada en el campo de fútbol de Can Misses. Pero hace cinco meses su doctora de cabecera se preocupó por sus sofocos y le ingresó un mes en el hospital. Salió de Can Misses repuesto, pero con una botella de oxígeno -de la que ya no se separa cuando permanece en su casa- y con la advertencia médica de que se acababan sus días de ir en equilibrio.

Y eso le subleva. Cada vez que ve un ciclista por la calle siente «envidia, sana envidia», porque recuerda lo feliz que era cada vez que montaba una. «Hasta hace cinco meses casi todos los días hacía de 25 a 30 kilómetros en bicicleta. Me levantaba temprano y a las ocho y media ya estaba en ses Salines», comenta con el orgullo de un Coppi pitiuso que ha coronado en cabeza las principales metas de la isla: «He pasado en bici por todas las parroquias de Ibiza. El único sitio donde no he entrado con ella ha sido Portinatx».

Sin el manillar de carreras

De pequeño, le gustaba más el fútbol que el ciclismo, pero a su padre, el maestro de obras Vicente, de Can Casals, ni lo uno ni lo otro: «Para jugar al fútbol tenía que guardar la camiseta y el pantalón en casa de un amigo, porque me lo tenía prohibido». La primera bicicleta se la compró su progenitor cuando tenía 12 años, pero tenía un defecto que le daba mucha rabia: «Era una de carreras de la marca Meteore. Pero mi padre no quería que la tuviera con manillar bajo, de cabra, y me hizo poner uno de paseo. Hasta que un día me cabreé y se lo cambié». Con un par de ruedas.

La Guerra Civil trastocó su vida y su afición. Mientras él intentaba salir ileso, la bici pasó a manos de sus hermanos pequeños. Al regresar compró una de segunda mano en un taller de alquiler en ses Figueretes. Solo para moverse por la isla, sin intención de emular al «pequeño, enjuto, ferozmente independiente» Vicente Trueba, la Pulga de Torrelavega, uno de sus ciclistas más admirados, uno de esos corredores con «hechuras de gorrión que podían volar como águilas», como lo definen Lucy Fallon y Adrián Bell en ´¡Viva la vuelta!´.

También admiraba a Bahamontes y a Francisco Cepeda, el primer ciclista que falleció en un Tour de Francia tras una caída al descender las retorcidas rampas del Col del Galibier (2.642 metros de órdago) en 1935: «Como por entonces no había televisión para seguirlo, me leía de cabo a rabo la Vuelta a Francia en los periódicos».

De su Sant Jordi natal pasó a vivir en Barcelona, donde de 1942 a 1963 trabajó como Policía Nacional: «Fui allí con 23 años, soltero. Los domingos que estaba libre, como los policías teníamos entrada de perro, es decir, gratis, me veía cuatro partidos. En cambio no entraba en una sala de baile, ni se me ocurría».

Cerca de Bartali y Kubler

Apasionado por el Tour, cuyas hazañas imaginaba al leer los periódicos de la época, aprovechó que la edición de 1950 pasaba cerca para ver correr al maillot amarillo: «Yo estaba por entonces en una unidad motorizada de Land Rover y fuimos a Le Perthus, en la frontera, cerca de la Junquera, para ver cómo pasaba el pelotón». No recuerda bien quién era en esos momentos el líder de la general, pero sí algo que le emocionó: «Una cosa me hizo llorar. Entre los coches de la organización que entraron aquella jornada por la frontera española, estaba el de la campeona del mundo de acordeón, una francesa que de pie sobre un Renault 4/4 (que era propaganda de la casa Ricard) interpretó ´España Cañí´. Me emocionó mucho».

Quien le emocionó con los acordes de ese pasodoble era Ivette Horner, acordeonista que recorrió cada una de las etapas del Tour durante 11 ediciones de la carrera. Tur no se acuerda, pero en aquella etapa de 1950 tuvo el privilegio de asistir a dos hechos históricos. Primero, ver cómo el suizo Ferdi Kubler, «un tiarrón como un armario, de rostro cetrino y nariz cartabónica, que se retorcía sobre la bici como si pedaleara bajo ataques de epilepsia» (tal como le describió Ander Izagirre en ´Plomo en los bolsillos´) se hacía con el liderato y no lo soltaba hasta París. Segundo, asistir a la retirada de todo el equipo nacional italiano -y eso que el líder era Fiorenzo Magni- ante las insistentes amenazas que sufría Gino Bartali, el héroe transalpino.

De la Policía a la destilería

Volvió a correr en bicicleta regularmente cuando al cumplir los 50 años -allá por 1969, cuando los hippies «eran los que más lata daban, y cuyas barbas y vestimentas raras llamaban mucho la atención en la isla»- se retiró «voluntariamente» de su cargo en la Policía Nacional y empezó a trabajar de administrativo en Destilerías Marí Mayans, en donde se jubiló hace 30 años.

Desde abril tiene su pesada Shimano recostada en una pared de su casa, con la cadena, los platos y los piñones envueltos en papeles de periódico para que nada ni nadie se pringue con la grasa: «Podría volver a subirme a ella en cualquier momento, solo con inflar las ruedas», afirma hinchando el pecho a lo Indurain, aunque el tubo que le une a la botella de oxígeno le devuelve a la realidad cada vez que sueña con etapas reina: «Tengo una estática, pero no soy capaz de subirme a ella. Me aburro enseguida. Con la bicicleta normal, si voy a ses Salines sé que luego tengo que volver. Pero con la estática me canso a los 10 minutos». Y en vez de pedalear, lee el periódico, de cabo a rabo.

Es incomparable, claro. Porque no es lo mismo pedalear frente a una ventana que da a un anodino patio interior, que colocarse el casco y enfundarse un chándal en invierno o un pantalón corto y una camiseta en verano («con reflectante, eh») para correr una contrarreloj épica hasta la meta volante de es Cavallet. Pero quién sabe, porque como dijo Izagirre, «la magia del ciclismo nace siempre de ese misterio que existe más allá de la temible frontera del sufrimiento».