Don Antoni Serra Peixet, presidente de la Associació de Criadors del ca eivissenc d´Ibiza i Formentera recordaba un viaje a Villarrobledo (Albacete), con 12 colles y 225 podencos. Y una batida de caza en la que los perros peninsulares volvían de vacío, mientras que uno solo de nuestros podencos conseguía 20 conejos. «Es tal la belleza, la potencia y la agilidad de nuestros perros €me decía€, es tal su efectividad y estrategia, que incluso nosotros, sus criadores y dueños, no dejamos de asombrarnos cuando los vemos cazar». Excuso decir al lector que este asombro deviene casi incredulidad cuando el observador es un novicio que ve a los podencos en acción por primera vez. Ha sido mi caso. Sólo los he visto cazar en una ocasión, en Fruitera, un día que, según dijeron, no había sido todo lo bueno que esperaban. Aun así, sin disparar un tiro €sólo llevábamos bastones y morrales€, en menos de cuatro horas, siete canes atraparon tres conejos. Me pareció fascinante aunque sólo en el cobro de la última pieza vi de cerca la carrera, el acoso, las fintas y el agarre de un pequeño gazapo que, sin lastimarlo, vivito y coleando, nos trajo una preciosa hembra de pelo rojo y cara blanca. Aquellas imágenes de hace algunos años sigo viéndolas si cierro los ojos. Y cosa curiosa: las recuerdo como si los perros estuvieran jugando, como si ejecutaran una danza.

Yo estaba acostumbrado a ver a nuestros canes aparentemente desganados e indolentes, con una mirada tímida y resignada, con el tanganillo o sujetos a un árbol en el entorno de una casa. Sabía que eran extraordinarios cazadores, pero no imaginaba que pudieran convertirse en los animales que aquel día vi. Porque si al principio correteaban alegres y despendolados, olisqueando aquí y allá, cuando uno dio un ladrido breve y extraño, como un quejido sordo y agudo, todos los otros perros salieron disparados como flechas y nuestro trabajo fue seguirles. Entonces comprendí al cazador que decía que el podenco ibicenco es, todo a un tiempo, saltador y corredor de fondo, un ´todo terreno´. Por lo que pude ver y por lo que luego me explicaron, las secuencias de caza se repiten, pero con recorridos siempre distintos en función del terreno y los ardides del conejo.

Los perros €entre tres y diez, que son los que suele llevar un cazador€ mantienen una estrategia perfectamente pautada. Detectan enseguida si un compañero sigue un rastro, si va calent como suele decirse, y en tal caso contribuyen a que la huells no se pierda. Otra particularidad es que necesitan silencio, como demuestra la continua movilidad de sus orejas que, atentas al crujido de una rama o al más pequeño sonido, se orientan erectas. El olfato es determinante, pero no lo es menos el oído y en este punto su amo no debe estorbarle. La misión del hombre se limita a buscar el mejor escenario, terrenos poco húmedos que no dificulten su olfateo, animarles con silbidos o monosílabos y caminar a contraviento para que las presas no les detecten. Una ventaja de los podencos es que en sus desplazamientos son sigilosos, cautos y casi felinos. Por su poco peso. Y por la mollar suela de sus plantas que les dan un característico andar en suspensión, elástico, elegante, como si andarán sobre muelles, con una pisada tan leve como segura. Si ocurre que un can da el glep de aviso, acuden en su ayuda y si va tras un conejo a la carrera en zigzagueos y sorpresivas revueltas, los demás buscan atajos, cierran flancos, lo rodean y alguno le adelanta cortándole la huida. Y si el conejo se agazapa en la maraña de lentiscos y acebuches o en el boscaje de esos pinos vencidos que a ras de suelo crean intrincados laberintos, ofrecen una imponente parada, cercan el sitio y pueden estar varios minutos inmovilizados y expectantes. Se da incluso el caso del podenco que hace el amago de alejarse para que el conejo se confíe y salga, en cuyo caso el can cae sobre él.

También sucede a veces que un can de menos talla mete la cabeza en la espesura y, si consigue colarse, indefectiblemente se produce el agarre. En otro caso, si el conejo sale espiritado, empieza el mayor espectáculo que uno pueda imaginar, pues es entonces cuando el podenco demuestra toda su astucia, su gracia y su poder. No sólo por su velocidad, que puede alcanzar los 40 km/hora, por sus giros y por la sorprendente coordinación y comunicación que mantiene con los otros canes con gestos mudos de sus orejas, su cola y su cabeza, sino, sobre todo, por los saltos que, sin necesidad de impulso, superan los dos metros para ver desde arriba la escapada de su presa. El espectáculo es tan primitivo como bello, no en vano el podenco salta como una gacela y parece que vuela. El podenco actúa enfebrecido y, sin embargo, concentrado, sin perder la cabeza, con una inteligencia instintiva que parece grabada en sus genes. Y de ahí sus reflejos, su anticipación y la economía de sus movimientos. El motor del conejo es el pánico que le inspira impredecibles cortes, quiebros y regates, que en ocasiones consiguen salvarle. Pero lo cierto es que suele perder la partida porque está en desventaja. En cuanto al agarre, siendo violento, no suele ser mortal: el perro cobra la pieza y, todavía viva, se la entrega orgulloso a su amo. Y, a todo esto, sorprende ver que el perro no se cansa. Algunos han comentado hiperbólicamente el hecho que conocemos como enconillarse, cierto desinterés que, según dicen, aparece en el podenco cuando ha cazado muchos conejos. Puede que tal hecho se dé, pero sé de canes que han atrapado más de veinte conejos y no han dado muestras de aburrirse. Cierto ecologismo quiere ver en esta contención del can una forma instintiva de respeto a la vida. No sé que decirles.

Los cazadores callan, se miran y sonríen.