Rústico y primitivo, el ca eivissenc conserva una pureza genética cuyos rastros orientales se pierden en la noche de los tiempos. Es, en sentido estricto, un superviviente, un perro único y enigmático.

La mayoría de los perros de caza se limitan a rastrear, localizar la pieza y descubrirla €levantarla, si es de pluma€, de forma que el cazador pueda colocarla en el punto de mira de su escopeta, apretar el gatillo y abatirla: can y cazador se complementan en una acción cinegética pautada. Cosa bien distinta y también menos frecuente es cazar sin escopeta, tal vez porque el cazador lleva mal lo de convertirse en mero observador o en sólo ´guía´ que escoge el terreno y, todo lo más, azuza en su rastreo a los canes. Si exceptuamos el uso de hurones y trampas, la ´caza a diente´ €caça a barres€ es algo que hoy pueden hacer poquísimos canes. Hubo tiempos en que los perros, todos ellos, cazaban por necesidad, para comer, como lo sigue haciendo el lobo o cualquiera de los animales que viven aún en libertad. Precisamente fue esta habilidad para la caza el motivo de que el hombre primitivo se hiciera amigo del perro y que éste, a su vez, siguiera al hombre que le proporcionaba comida, liberándole de la intemperie, del nomadismo y del esfuerzo de la caza. Pero aquel concilio del perro y el hombre fue ventajoso para éste y perjudicial para el animal, pues al domesticarse sufrió una regresión genética que le privó de algunas de las cualidades que como animal salvaje le permitían sobrevivir. En su nueva vida, bien alimentado por su amo, el perro no necesitaba cazar. Este cambio modificó su comportamiento. Desde entonces, la práctica totalidad de los perros de caza, adaptados a su nueva situación, han conservado únicamente lo que todavía se exige de ellos, el olfato y el instinto de perseguir a sus piezas. De todo lo demás se encarga el cazador, su amo, que para eso tiene la escopeta. Lo sorprendente es que el caso del podenco ibicenco es distinto, es un perro que se sale del cuadro que dibujamos.

El podenco ibicenco es un cánido atípico y, muy posiblemente, único en su especie; un animal que sólo está domesticado a medias y que es especial hasta el punto de que, después de seis mil años, mantiene los comportamientos de sus lejanos ancestros. Es un animal en cierta manera asilvestrado. Uno diría que, cuando está cazando, más que acompañar a su amo, deja que éste le acompañe para que disfrute del espectáculo que le brinda. En otras palabras: el cazador es el perro, no su amo. Es cierto que, cuando sale a cazar, el can da inequívocas muestras de alegría y agradecimiento a su amo con saltos, movimientos de cola y temblores por la tensión que libera ante la perspectiva de salir al campo. Sabe que es su dueño quien le saca a cazar, pero, eso sí, tan pronto como entra en acción, queda claro que se vale solo, que no necesita al hombre para nada.

Y un aspecto que conviene subrayar es que nuestro formidable podenco no se limita, como suelen hacer perros de otras razas, a perseguir y levantar las piezas, sino que completa la caza, las apresa. A pesar de que también él, como sus congéneres, tiene el alimento asegurado. Y es que el podenco ibicenco no caza para comer. Caza por instinto y porque, por decirlo así, le divierte cazar. Y si no se ha entontecido y amanerado en el contacto con el hombre puede deberse a dos hechos, uno casual y otro causal. El hecho casual es que ha vivido siglos en el estricto aislamiento insular que le ha preservado de mestizajes y le ha permitido corretear hasta tiempos recientes en relativa libertad, algo que otros perros no han podido hacer en el continente. Y el hecho causal deriva de la inteligente y discreta intervención del payés ibicenco, que ha sabido respetar su carácter y no lo ha visto nunca como un perro doméstico. El podenco ibicenco ha vivido en los últimos tiempos con el hombre, es cierto, pero siempre en su medio, en el campo, en casas aisladas y desperdigadas en una geografía interior de garrigas y bosques. El payés le ha dado un solo trabajo: la caza. Y no lo ha malacostumbrado. Todo lo contrario: ha reducido sus cuidados a lo estrictamente necesario y, eso sí, ha potenciado su natural instinto, colocando a los cachorros junto una madre que se las sabe todas o junto a ejemplares adultos expertos. Pocas salidas al campo son suficientes para que el podenco de tres o cuatro meses sepa lo que tiene que hacer. Y el resultado es el que vemos: que nuestro podenco no se ha mixtificado ni acomodado. Es el que era. De hecho, el verdadero protagonismo del cazador ibicenco ha estado en aquel adiestramiento y en aquel respeto que han preservado su pureza genética. Y de ahí, también, que el cazador se enorgullezca de poder dejar en casa su escopeta. Sabe bien que cuando cede el protagonismo de la caza a sus canes, además de regresar a casa con conejos, disfruta de un espectáculo que, aunque lo haya visto mil veces, no deja de sorprenderle y asombrarle.