VIAJAR CON LIBROS

Hay ciudades que son como novelas: como sus novelas nos dijeron que eran. Han pasado los años, sus habitantes son distintos y su trazado ha crecido irremediablemente, para mejor o para peor, y, sin embargo, nos confiamos todavía al relato del autor, a las páginas que nos deslumbraron, que nos mostraron por primera vez la ciudad, antes incluso de haber viajado por primera vez hasta allí.

Es posible que, incluso hoy, no haya mucho más que decir de Winesburg, la ciudad de Ohio que Sherwood Anderson diseccionó en su novela ‘Winesburg, Ohio’ (El Acantilado, 2009), publicada en 1919 y modelo literario de varias generaciones de escritores norteamericanos -entre ellos, de nuestro Elliot Paul, cuya novela ‘Vida y muerte de un pueblo español’ (Gadir, 2005), con plano incluido, tanto le debe-, es posible, digo, pero no lo sé, porque nunca he viajado a Ohio ni sé siquiera si en verdad existe esta ciudad. Lo que sí sé es que acostumbro a mirar las ciudades a las que viajo con los ojos literarios de quienes escribieron páginas, muchas o pocas, sobre ellas. Confío en esos ojos, porque sospecho que el espíritu más auténtico de los lugares se encuentra siempre en la buena literatura.

Así fue cómo recorrí, por ejemplo, hace unos años, la ciudad alemana de Lübeck, con los ojos de Thomas Mann en su novela ‘Los Buddenbrook’ (Edhasa, 2008). Casi febrilmente, después de pasear por la ciudad, leía aquellas páginas inolvidables que construían una saga familiar, pero sobre todo, se diría, construían una ciudad para la literatura. ¿Una guía me hubiera sido más útil? No para lo que yo buscaba. En aquel viaje no podía faltar tampoco una visita a la casa de los Mann que, aunque completamente reconstruida, como tantos y tantos edificios de Alemania, provocaba igualmente emociones muy diversas.

En Alemania, a decir verdad, se practica mucho este tipo de veneración por los escritores célebres, casi siempre a través de la conservación de sus casas natales. Cuando estuve, hace sólo cuatro meses, en Augsburgo, tuve ocasión de visitar la casa donde nació y vivió su primera infancia Bertolt Brecht. En este viaje, sin embargo, no llevaba conmigo ningún libro del poeta alemán, pero sólo porque yo no recordaba que Brecht hubiera nacido en Augsburgo…

Casas y libros

Fui una vez a Worpswede, en la Baja Sajonia, a pocos kilómetros de Bremen y, por supuesto, leí allí los ‘Diarios de juventud’ (Pre-textos, 2000) de Rilke, concretamente la parte escrita en aquella pequeña población de atmósfera bohemia y decadentista. Una casa de madera, entre altos abedules, guardaba el escritorio donde solía sentarse a escribir.

Pasé una vez por Lourmarin, un verano, con ‘El primer hombre’ (Tusquets, 1994), de Albert Camus, escrito allí mismo, en una casa que mira a un amplio llano provenzal, y visité la tumba del escritor nacido en Árgel, en la que crecía una adelfa descuidada. En el pequeño y retirado pueblecito de Haworth, en el norte de Inglaterra, durante una visita a la casa de las hermanas Brönte, pude percibir por primera vez el aroma de la luz fría, nevada, de la prosa de ‘Jane Eyre’ o de ‘Cumbres borrascosas’. Desde aquella casa rectangular, por entre las lápidas del jardín de la iglesia, todo era llanura desnuda y desolada, bajo un sol que recuerdo muy blanco.

Después de pasar por Chambéry, hace algunos otoños, era inevitable no volver a Rousseau, a sus páginas alpinas, a su entusiasmo contagioso. Y en Praga sentí por todas partes la carcajada de Kafka cuando leía a sus amigos sus siniestros relatos, mientras me ocupaba de buscar todos los pisos donde vivió con su familia, solo, o con sus habituales monstruos incomprensibles.

Por supuesto que se puede ir a Estambul sin leer a Pamuk, a Lisboa sin leer a Pessoa, a Londres sin leer a Dickens, a Alejandría sin leer a Durrell: por supuesto que sí, pero ahora mismo no sabría decirles cómo ni para qué.

Bassani y Ferrara

He estado hace un par de semanas en Ferrara. Es una ciudad tan extraña y hermosa que hoy todavía me resulta difícil saber qué es lo que he visto en ella. Sin embargo, existe la Ferrara de Giorgio Bassani, la Ferrara que yo había empezado a leer antes del viaje y que he seguido leyendo a mi regreso. Y aún sabiendo que ésta, la de Bassani, no es la Ferrara de hoy, me parece comprenderla mucho más gracias a sus páginas tan inactuales como formidables.

Cuando uno pasea por la Via Mazzini, después de haber dejado atrás la Catedral -una de las más bellas que he visto nunca-, se encuentra, a la izquierda, una placa que recuerda a los judíos de la ciudad deportados a Alemania en 1943 y allí exterminados. Entonces, me digo, no hay manera de adentrarse en aquella calle, de seguir por ella, si no es a través de Bassani y de su libro ‘La novela de Ferrara’ (Debolsillo, 2009), donde conocemos a ferrareses inolvidables, felices y desgraciados, y paseamos por las mismas calles de siempre, incluida la maravillosa Corso Ercole I d’Este, con su pavimento empedrado, su Palazzo dei Diamanti y las sombras antiguas del jardín de los Finzi-Contini, del que nunca hubiéramos sabido nada de no ser precisamente también por Giorgio Bassani (‘El jardín de los Finzi-Contini’, Tusquets, 2007).

La literatura nos ofrece el trazado único y verdadero de las ciudades. Y este trazado, sobre todo ahora que las ciudades buscan cada vez más parecerse las unas a las otras -en busca, supongo, de los mismos turistas-, se nos presenta, casi en secreto, con sus voces más profundas y sus rasgos más particulares: rasgos que sólo pueden expresar el pálpito de sus habitantes, de su memoria y de su destino.