El Norte puro, sin mezclas ni aditivos, sopla pocas veces, y cuando lo hace provoca episodios de lucidez, como si su flujo vertical, que entra como una espada, abriera en dos el fruto de la apariencia y dejara ver el núcleo. Al anochecer, con luna llena y tormenta, el espectáculo de luz y sonido era fastuoso desde la rasa próxima al mar. La luna se hacía acompañar de Júpiter, tan cerca y tan lejos entre ellos, y un instante después, al encapotarse el cielo echando el telón sobre la escena, la luna volcaba en el mar su fuego pálido por un lateral libre de nubes, encendiendo la superficie erizada del agua. La escena estaba preparada para la foto mental del espectador, y en ese instante iluminó el aire, poniendo el flash, un gran relámpago, seguido de una rociada de granizo, homenaje y sello de la ceremonia. El Norte se irá pronto, por un tiempo, pero siempre nos queda evocar sus momentos.