Poco ha durado el risueño cartel de los Juegos Olímpicos. Con el sañudo cerco a Julian Assange muestra Londres su cara más fea, que es la de la venganza (ejercida por delegación, para mayor escarnio). Los Estados Unidos quieren la presa a cualquier coste y dos estados que alardean de campeones de las libertades, Gran Bretaña y Suecia, aceptan servírselo en bandeja, algo inconcebible en tiempos de Churchill u Olof Palme, pero también en los de Thatcher a la vista de su actitud con el dictador Pinochet. La venganza es envilecedora cuando pisotea derechos fundamentales como los que garantizan la libertad de información y de opinión. Assange no es culpable de las filtraciones que han dejado en grave entredicho, cuando no en ridículo, los procedimientos de un aparato de ´inteligencia´ que ya dio su medida con la imprevisión del 11-S. En difundirlos a través de Wikileaks y de cinco diarios de prestigio internacional no hay culpa, sino la libertad ensalzada sin descanso, se supone que hipócritamente, por los países que juegan ahora a colaboradores necesarios de la revancha norteamericana, amenazando incluso con violar una el principio de inviolabilidad de las embajadas que dan asilo a un perseguido.

Parece grotesco que se rasguen las vestiduras por la condena a dos años de prisión de las jóvenes rusas del grupo ´Pussy Riot´ por cantar «Madre de Dios, llévate a Putin» en la catedral ortodoxa de Moscú. Otro atentado contra la libertad de pensar y expresar, envuelto en el turbio celofán de un delito de «vandalismo por odio religioso». Si los popes de turno aceptan el subterfugio sin rechistar, es porque subordinan a su vez el ideal cristiano al penoso rol de colaboradores necesarios de una vendetta política. Las organizaciones y los gobiernos que han manifestado ya su rechazo, ¿levantarán la voz contra la posible invasión de la embajada de Ecuador en Londres para capturar a Assange? Sería un test revelador.

Corren malos tiempos para las libertades fundamentales cuando países y estamentos como los citados se las toman a beneficio de inventario. Si las leyes inglesas prevén en ciertos supuestos la invasión legal de una embajada para abortar decisiones soberanas de asilo, la única respuesta equitativa es que todos los estados legalicen la misma excepción con las embajadas británicas en sus territorios. El estatuto de la diplomacia en las sociedades democráticas es siempre el mismo, con independencia de todo casuismo y del tamaño, el poder o el sistema político de cada país. El escándalo que Londres nos anuncia acabaría impugnado por los tribunales internacionales, pero entre tanto quedaría consumado el desquite contra Wikileaks y su patrón. El principio de seguridad jurídica, debatido hasta la saciedad, está a punto de volver a la cola de la retórica. Esta incertidumbre sí que es una cara fea de la realidad.