En los viajes dominicales por el Mediterráneo que emprenden los lectores de este diario que clausuran la semana con los artículos de Miguel Ángel González, el escritor de la Marina juega con ellos a diferenciar entre las islas que parecen islas y las que dan el pego como una extensión más del continente. El cronista viene a contar que si te bajan de un avión con los ojos vendados en el llano y cultivado centro de Mallorca nunca dirías que te encuentras rodeado totalmente por agua salada. Y, casi lo mismo, si apareces en medio de la montañosa y volcánica Sicilia, la ínsula de mayor tamaño de las innumerables rocas que emergen del Mare Nostrum. En esos lugares pueden hasta adoptar el segundo verso («donde el mar no se puede concebir») que escribió Joaquín Sabina para el ‘Pongamos que hablo de Madrid’, uno de los éxitos prehistóricos de la carrera musical del poeta ubetense.

Pero en Eivissa, por sus 571 kilómetros cuadrados, la sensación de aislamiento es inevitable. Aunque no se intuya, el mar se palpa en los lugares, en teoría, menos marinos de la más extensa de las Pitiüses. Un ejemplo es la morada de Juanjo Serra, de paredes blancas, vigas de sabina, fresco porche y un jardín presidido por un algarrobo en torno a cuya sombra gira la vida de la casa. Allí, en el centro exacto del mapa insular (a kilómetro y medio de Santa Gertrudis), descansaba ayer este triatleta, nadador, gestor deportivo, aventurero y, como González, escritor ibicenco. «Más bien soy una persona que no se cansa de aprender », tercia él mismo.

Rodeado de bosque, es imposible no oler la sal: en la porchada pende un neopreno que ha tenido mucho trabajo en los últimos dos años (1.500 kilómetros ha nadado en ese tiempo) y sobre la cama de su hijo Lluís cuelga una espectacular fotografía que explota de azules (la tonalidad preferida de este deportista, la que bautiza sus proyectos) en la que bucean dos delfines. «La debí comprar cuando tenía diez años, hace 30 [mañana cumple 41]. Recuerdo que me costó 5.000 pelas de aquella época. Es como un talismán. Me ha acompañado en todas las casas en las que he vivido, incluso me la llevé a Madrid cuando estuve en la Blume. Ahora la tiene mi hijo, al que le encantan los peces».

La cara de Serra se pinta de otros dos colores: de la mitad de la frente hacia abajo está rojiza, pero el resto del frontal hasta la raíz del pelo y los laterales presentan tonos blancos. Lo mismo ocurre con las brazos. ¿La culpa? Haberse tirado nueve horas bajo el sol en un mar «a 18 grados de temperatura». Fue el pasado sábado, persiguiendo un sueño que le visita desde hace más de quince años: ahorrarse el pasaje de avión o barco y llegar a sa roqueta a base de bracear durante más de un día.

Dos veces ha partido ya desde la costa alicantina y dos veces ha tenido que regresar navegando a la isla. No por falta de fuerzas. La imprevisibilidad del medio marino no ha sido aliada para él. «El sábado no es que empezara muy bien la cosa -recuerda Serra-. A las dos horas [de haber salido de la playa de Portitxol, en Xàbia] vomité. Me tuve que decir: ‘Bah, olvídate de eso y sigue nadando’. Si no lo hubiera hecho, no avanzo un metro más. A partir de ahí, comencé a encontrarme bien. Iba sueltísimo de brazos y el ritmo no paraba de aumentar». Con la forma física del pitiuso se aliaba el llebeig (o lebeche, en castellano), el viento de sureste que no tuvo Montserrat Tresserras en 1965. Lo poco agrada y lo mucho empacha, se suele decir. Los nudos fueron subiendo y, al final, las rachas eólicas acabaron siendo el enemigo que le retiró por segunda vez de su desafío.

20 nudos, el enemigo invencible

«Lo que pasó es simple: nueve, diez nudos los puedes resistir perfectamente si estás fuerte. Se puso a 20 (unos 37 kilómetros por hora).

Volábamos literalmente: yo llevaba una media de 2,5 millas por hora, casi el doble de lo previsto, ¡pero es que el velero navegaba a 3,5 sin velas ni motor!», comenta sin un gramo de dolor o rabia en la voz. Como indicaba el muro de su Facebook, desde donde agradeció ayer por la mañana «a toda la gente» que le había seguido y que ha podido «inspirarse para su vida» con lo que ha osado conseguir, el mérito estaba en lanzarse al mar con el reto entre ceja y ceja de nadar 88 kilómetros. Atrevimiento igual a victoria, por mucho que Eolo eche a perder la emersión prevista en Cala d’Hort.

El momento de tirar la toalla

Ese es el mensaje con el que se queda Serra, el sentido de la aventura. Cuando el reloj marcaba las seis de la tarde -se había partido a las 9.00- y Beatriz Santos, su compañera sentimental y una de las siete personas que formaron su equipo de apoyo, le transmitió el «hay que abortar» de Pedro Pérez (el patrón del ‘Lagun’), Juanjo no pudo reprimir un «¿por qué?», pero tiró la toalla sin aspavientos. Con el desfase de velocidades, estaba condenado a que le perdieran de vista. Al embarcar, se dio cuenta de la «castaña» que había. «Más de uno llegó mareado al puerto de Sant Antoni».

«El vínculo de confianza con la gente que te acompaña es esencial. A Pedro lo conocimos Bea y yo cuando nos sacamos el PER hace tres años. Él fue una de las primeras personas que me animó a reintentar la travesía. La primera vez [pudieron con él las corrientes de ses Bledes tras 35 horas], no iba tan preparado: nos equivocamos con el rumbo... Tiene que haber tercer intento. Me hace tilín. Todo el mundo debe tener un reto, romper barreras desde las cosas simples del día a día. Yo no tengo mucho talento, lo que he conseguido en la vida ha sido por esforzarme mucho. Hasta el talentoso sabe que tiene que trabajar. ¡Mira a Nadal en la semifinal contra Djokovic!», explica tras una hora de denso diálogo. Mientras, el de Manacor alza al cielo de París su octavo Roland Garros.

Su trilogía, -a diferencia de la de El Padrino, a la que le cojea su tercera pata según muchos de sus fans- anhela con un tercer tomo que aviste y toque tierra. Y si no, mientras sus manos montan y desmontan un camión de Lego que pertenece a sus dos hijos, no duda en afirmar que le encantaría tener heredero: «Estas aventuras se contagian. Hay muchos jóvenes que la han seguido. Si alguno se anima, más de un consejo le podría dar».