El 1941 -5.701 del calendario hebreo o 1360 del musulmán- fue para mí un año al que siempre he considerado un año terrible, en especial porque fue aquel en que empecé batiendo el record de suspensos y acabé recluido en un frailuno internado mallorquín. Para mi, entonces, la muerte de Alfonso XIII, el incendio de Santander o el ataque a Pear Harbour, que se dieron el mismo año, fueron nimiedades comparadas con las tribulaciones que me afligieron.

Lo cierto es que tras haber aprobado la totalidad del curso 1939-40, creí que todo el monte era orégano y me dispuse a estudiar más bien poco. Nunca, a lo largo de mi extensa vida de estudiante he aspirado a nota alguna. Como afortunadamente no dependía de ninguna beca me bastaba, y me contentaba en extremo, un simple aprobado raspado. Con tal filosofía me ha sobrado siempre tiempo, muchísimo tiempo, en mi vida académica, tanto en Institutos como en Universidades para, a trancas y barrancas, conseguir bachiller, licenciaturas suficientes para mi consumo, estudios de doctorado y poder vivir, vivir y vivir gratamente la mayoría de mi tiempo. Todo se ha reducido a un intuitivo estudio de cálculo sobre el mínimo común múltiplo posible de estudio para poder pasar.

Como las imposiciones familiares, las permanencias, los tremendos tostones que nos largaban algunos profesores del Instituto sumaban muchísimas horas para estar todas ellas amorrado a un libro de texto, ideé pronto, como habría ideado cualquier hijo de vecino en mi circunstancia, que era muchísimo mas gratificante estarlo sobre una novela truculenta. Desgraciadamente las de Julio Verne, de que podía disponer en abundancia, eran escandalosamente voluminosas. Precisaba un material más somero y disimulable. Pronto descubrí una serie protagonizada por Pete Rice, Doc Savage, Bill Barnes y La Sombra que tenían el tamaño ideal para esconderlo bajo un libro y hasta dentro de sus páginas, pero en las librerías Verdera y Ramón no las tenían. Sólo el compañero Grunval conseguía traerlas de Barcelona y me las suministraba. Con otros camaradas conseguí, por intercambio, ´Robinson Crusoe´, ´La Isla del Tesoro´, ´Aventuras de Tom Sawyer´, ´David Copperfield´, ´Tarzan de los monos´ y otros tarzanes de Edgar Rice Burroughs, ´Moby Dick´ e innumerables obras de Jack London, etc. Dice mucho a favor de mi habilidad en esconder y poco en la de vigilarme el que en los muchos años en que practiqué mis lecturas alternativas fui descubierto en contadísimas ocasiones. A tales lecturas, que fueron variando y subiendo de nivel a través de los tiempos y que continué en muchas tediosas clases universitarias, creo yo que debo una cultura muy superior a la que me proporcionaron los títulos académicos oficiales.

En ese año nos dio por las sociedades secretas. Recuerdo dos en especial. La primera era una de tipo cursi-romántico que constituimos mi pariente Acisclo Tur Llobet, Juan Palau Comas y yo mismo. La llamamos AMJ, por no calentarnos mucho la cabeza y su finalidad consistía en declarar e inscribir en una libreta sagrada a nuestras dulcineas. Cada uno expresaba solemnemente quien era la mujer de sus sueños y los demás juraban que jamás la pretenderían. No recuerdo quien era la de Acisclo; la mía era una amiga de mi hermana Juanita, María Torres Font, con la que jamás había hablado y tardé más de 60 años en hacerlo por vez primera, aunque le envié una cadenita de plata con una medalla que me costó dos pesetas en casa Viñets, y la de Juan Palau fue Ana María Tur Vidal que acabó siendo su esposa. La otra sociedad la constituimos Acisclo, Juanito Pereira y yo; se llamaba la Mano Peluda y adelantándonos a James Bond la creamos para desfacer entuertos, perseguir ladrones y acabar con los asesinos. Como no conocíamos a ningún delincuente nos fijamos en un cardador de lana que hacía y renovaba colchones conocido por N´Eixut del que se murmuraba que en cierta ocasión había distraído ropa tendida y le conminamos por carta, tras conseguir su nombre cristiano y dirección postal, firmada por la siniestra Mano Peluda, a que abandonara las fechorías. Pensó el colchonero que tal escrito se lo había dirigido Tin, un joven de la Riba de lo más barrabás, al que casi arrancó una oreja mientras lo sujetaba para pegarle patadas al trasero. Cuando lo supimos, nos hicimos los distraídos.

Y llegaron los exámenes. Creo que me pasé en mi particular algoritmo del mínimo común múltiplo de estudio para aprobar, pues suspendí en junio dibujo, ciencias, italiano, matemáticas, lengua española y latín. Aprobé únicamente gimnasia, religión e historia. Ni me atreví a buscar las notas, pero don Isidoro Macabich se cuidó de llevar en mano mi libro de calificación escolar a la tía Cecilia, quien, tras leerlo detenidamente se puso en plan verdugo medieval: me hizo hincar de rodillas a sus pies y con su zapatilla de suela de goma a modo de hacha propinó en mis posaderas varios zapatillazos por cada suspenso, con lo que éstas quedaron en carne viva y mi recién inaugurado cálculo para aprobar con poco esfuerzo muy malparado.