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Arte&letras

Arborícolas en apuros

La evoluciónhumana. archivo magón

«Lo raro es vivir», decía Carmen Martín Gaite. Y tenía razón. La vida es un fenómeno extraño, insólito, una rareza del universo. Las notas definitorias de la vida -desequilibrio termodinámico, metabolismo, reproducción y evolución por selección natural- rozan lo excepcional, lo inverosímil. La ley de la entropía o tendencia al desorden es universal: las rocas se desgastan, el agua caliente se enfría, las máquinas se estropean, la ropa se ensucia, todo organismo envejece y muere, todo tiende a desordenarse, a descomponerse. La vida sólo subsiste a contracorriente, con esfuerzo. Para mantener nuestra temperatura interna, 36,5º , necesitamos calor, combustión, energía. Si nos falta la fuerza motora que nos anima, morimos y nos enfriamos, recuperamos el equilibrio de la temperatura ambiente. Vivir, por tanto, supone mantener la excepcionalidad, un permanente desequilibrio. Debería sorprendernos el hecho de estar vivos. En todo caso, desde que en este minúsculo planeta apareció este improbable y fascinante fenómeno de la vida y, más específicamente, la vida humana, ésta ha pasado por momentos convulsos en los que pudimos desaparecer. Una primera crisis se produjo cuando, siendo todavía peces y buscando mayores recursos, abandonamos nuestra cuna marina y, en un proceso arriesgado y dilatado, nos transformamos en animales terrestres. Millones de años después, una segunda complicación se nos presentó cuando, también por conseguir alimentos, nuestros ancestros simios abandonaron su vida arborícola y tuvieron que conquistar la bipedestación para desplazarse erguidos por la sabana, con el ridículo bamboleo que aún vemos en los grandes monos, apoyando en el suelo los nudillos de las extremidades anteriores. Pero algunos de ellos persistieron en su nueva vida y conquistaron la posición erecta y la bipedestación, una revolución que les separó de sus congéneres simios y convirtió sus garras en manos. Fueron los primeros humanoides.

Para saber cómo somos y convencernos de nuestra congénita y ancestral animalidad, basta con mirarnos en un espejo para ver que todavía conservamos las extremidades largas que en la vida arbórea nos eran imprescindibles; y las manos prensiles con pulgares oponibles para sujetarnos con firmeza a las ramas; y la visión binocular estereoscópica, que nos daba la profundidad de campo necesaria para calcular las distancias con precisión en la caza y no darnos un solemne batacazo en nuestros saltos; y tenemos, incluso, en donde la columna vertebral pierde su nombre, (región sacro-coxal), un resto del rabo prensil y direccional que tiempo atrás utilizamos. Nuestra imagen es una buena cura de humildad si tenemos en cuenta que algunos de nuestros órganos, con relación a los que tienen otros animales, son una auténtica chapuza.

Pero dejemos las comparaciones que son odiosas y volvamos al mono arborícola que fuimos. Nuestra secuencia evolutiva desde los primeros primatoides que aparecieron hace 65 millones de años, ha pasado por distintos estadios, hasta llegar a los simios o antropoides, de manera que, aunque no nos guste, tenemos como primos lejanos a macacos, titís, monos aulladores y papiones. Y el ancestro común de tan simpática familia sabemos que vivió, según los fósiles nos dicen, hace unos 40 millones de años, en tierras egipcias, cerca del oasis de Fayum. Y también sabemos que de los simios se separaron, hace unos 25 millones de años, los llamados hominoides, gibones, orangutanes, gorilas, chimpancés y humanoides, todos primos hermanos que ya no tenían cola, pero sí, como nosotros, pulgares oponibles en las manos. Estos ancestros nuestros vivían aún en los árboles, pero ya bajaban al suelo y, por la posición vertical de su columna vertebral, podían mantener una marcha bípeda que todavía era torpe. De ellos venimos los homínidos que aparecimos hace unos 15 millones de años. Lo que sucedió fue que sucesivas glaciaciones acabaron con el clima templado anterior, de manera que el frío arreció, las selvas retrocedieron y los bosques quedaron aislados entre grandes extensiones de estepa y sabana. En aquel cambio climático, entre el Mioceno y el Plioceno, nuestros ancestros pasaron de ser cuadrúpedos a ser, definitivamente, bípedos terrestres: fue el caso de los Australopithecus como Lucy, esqueleto etíope de 3,2 millones de años, parecido aún al chimpancé, pero capaz de caminar. Excuso decir que aquella conquista, por el mayor peso que soportaba la zona lumbar, trajo algunos de los inconvenientes que los cuadrúpedos no tienen y que hoy nos aquejan, dolores de espalda, hernias discales, luxaciones de rodillas, esguinces de tobillo y lesiones en el complejo mecanismo de los pies. La contrapartida ventajosa es que, al liberar las manos, conseguimos la sofisticada precisión del pinzamiento por el contacto y la presión del pulgar contra los dedos índice y medio, al tiempo que nuestro cerebro, estimulado por la manipulación, iba creciendo. Estos pequeños detalles, por increíble que parezca, son los que nos ha permitido progresar. Pero el camino de los homínidos ha sido largo, una interminable cadena: homo erectus, ergaster, antecessor, heidelbergensis, neanderthalensis, etc., hasta llegar al homo habilis y al homo faber. Todo ello tuvo lugar en el NE africano, desde donde, a partir de determinado momento, se produjeron grandes migraciones. La primera hace 2 millones de años, la segunda hace 600.000 años y la tercera hace 120.000 años. Esta última ya la hizo el homo sapiens que se habría desarrollado hace aproximadamente unos 200.000 años. Para concluir nuestra azarosa aventura, nos dicen, en términos técnicos, que si hace 7 millones de años nuestros ancestros eran los mismos que los del chimpancé, el gen MYH16 situado en el cromosoma humano 7, sufrió una mutación hace aproximadamente 2,4 millones de años en el linaje de los homínidos dando lugar al género Homo. En traducción más sencilla, podemos decir que la conjunción de la posición erguida y el bipedismo, la destreza de las manos y un cerebro cada vez más grande, han sido las conquistas evolutivas que nos han humanizado, que nos han hecho como somos.

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