Eduardo, el marido de Betty, le suele pedir a su mujer que LO explique. Así, con mayúsculas. Ellos ya saben a qué se refieren. Uno de los momentos más hilarantes que han vivido en los últimos meses, en los que Betty Menéndez se ha visto cara a cara con un cáncer de mama, enfermedad de la que mañana se conmemora el Día Mundial. Betty, que ríe mucho, se ríe aún más antes, incluso, de empezar el relato: «Estaba en la ducha y, tras la quimioterapia y la radioterapia, me había empezado ya a salir de nuevo el pelo. Al ir a apagar la luz, me vi reflejada en el espejo. ¡Era Gollum! Me acerqué a la cama, donde estaba Eduardo, y empecé 'mi tesoooooroooo'». Betty se ríe a carcajadas al recordarlo, igual que Ángela Caballo, enfermera del Hospital de Día Oncológico, que apenas consigue parar de reír.

Esta anécdota es más que una anécdota. Define con exactitud cómo Betty, experta en pedagogía terapéutica de Nuestra Señora de la Consolación y monitora de piragüismo en el Club Náutico de Sant Antoni, ha convivido con la enfermedad desde septiembre de 2017, cuando detectó que el «bultito» que tenía en el pecho derecho y que se controlaba hacía cinco años «había crecido». Primero vino la mamografía, luego la biopsia y el 22 de noviembre a las diez de la mañana la operaron. Aún recuerda cómo la cirujana, Lupe Moreno, le preguntó, antes de la operación, qué tipo de escote solía ponerse para tratar de ajustar la cicatriz. «Le dije que me ponía de todos los tipos, que eso daba igual, que hiciera lo que tenía que hacer», afirma Betty, que asegura, sonriendo, que la marca es más pequeña que las estrías que les salen a algunas mujeres en el pecho.

Ponerle nombre al «bicho»

Ponerle nombre al «bicho»

El peor momento, indica, fue esperar. «Ponerle nombre al bicho», indica. En ningún momento, asegura, miró internet. Sabía que no debía hacerlo. Cuando uno de sus hijos nació con un angioma en la pierna sí lo hizo. «He aprendido», indica Betty, que reconoce que cuando su oncólogo, Carlos Rodríguez, le dio el diagnóstico sólo tenía una pregunta martilleándole la cabeza: «¿Me voy a morir?». La respuesta del médico la tranquilizó: «Sí, de vieja, y contra eso no puedo hacer nada». Por el tipo de tumor, Betty no tendría por qué haber recibido quimioterapia o radioterapia. Pero, para asegurar, le hicieron un estudio genético. «Salió que el riesgo de recidiva era de un 27%, un índice muy alto para ser un cáncer de mama. El comité de tumores valoró el caso y me dijeron que si pasaba por quimioterapia y radioterapia el riesgo se reducía al 5%». Cuando le preguntaron qué quería hacer ella lo tuvo claro: «Le dije al oncólogo lo que me gusta que me digan los alumnos y sus familias: confío plenamente en ti». El otro momento difícil, para ella, fue la resonancia magnética. Sentía claustrofobia y ansiedad, indica.

El 4 de febrero se sometió a la primera de 16 sesiones de quimioterapia. Reconoce que llegó al hospital de día «acojonada» y con muchos tabús y falsos mitos dándole vueltas a la cabeza. Una sensación que también tenía su marido, que la acompañó a todas y cada una de las sesiones. «Creo que él lo llevó peor que yo», reflexiona recordando cómo a veces ella se quedaba dormida y a él no le quedaba otra que esperar. Betty llegó a aquella primera sesión con una frondosa melena. Larguísima y rizada. Nada que ver con el pelo cortísimo que luce ahora. Cuando empezaron a caérsele los primeros mechones fue a su peluquera para que se lo cortara. «Toda la vida lo había llevado largo», indica. A los pocos días empezó a caérsele. Algunos mechones mientras se duchaba. O en la ropa. «Un domingo, en casa, dije que iba al baño, cogí la máquina y me rapé. Cuando bajé, como aún no había perdido las cejas ni las pestañas ni se me había hinchado la cara, no había perdido la expresión y me vi bien», asegura Betty, que se resistió a dejar de trabajar.

Aceptó la baja, explica, porque prácticamente la obligaron. Si los alumnos cogían sarampión, varicela u otras enfermedades podría ser un riesgo para ella. Además, tener que faltar algunos días hubiera sido un problema organizativo para el centro, explica. Durante la baja no paró quieta. Tuvo suerte. La quimioterapia, excepto dejarle las venas muy débiles en los últimos ciclos, no le causó efectos secundarios. Esto le permitió, por ejemplo, ir al gimnasio con regularidad, desayunar con sus amigas y ayudar a sus compañeras a preparar el viaje de estudios. «Pude dedicarme a mí, que era algo que no hacía», indica. El cáncer también le permitió, por primera vez en la vida, llevar a su hijo pequeño al colegio. «No lo había podido hacer nunca», indica.

«No me engañes»

Los niños, de 15 y 11 años, lo supieron desde el principio. «No les ocultamos que era un cáncer», indica. «Al mayor le dije que podía ir a hablar con Carlos, el oncólogo, para lo que quisiera, para preguntarle todo lo que quisiera, sin que estuviera yo delante, si quería», explica. El adolescente, recuerda, sólo pidió una cosa: «No me engañes, me dijo». Betty explica que muchas veces, incluso, dejaba los papeles del médico tirados por casa. «Por si quería leerlos», apunta.

Tampoco escondió la enfermedad a sus alumnos, de Secundaria, a los que mostró el proceso de la enfermedad. Habló con ellos después de la operación. Les explicó que tenía un cáncer y, más adelante, incluso acudió a clase mostrando su cráneo completamente calvo: «Llegué a clase con una boina gris y me la quité. Algunas de las alumnas se impresionaron mucho. Aproveché para explicarles que eso, el aspecto, era lo menos importante». Sus alumnos lo han asimilado bien. Una vez, con los profesores, le prepararon una sorpresa en el centro, donde sonó la canción 'Vivir', de Estopa y Rozalén. Y, para la graduación, le preguntaron si podían llevar un lazo rosa en la toga.

Betty no ha tenido ningún problema en mostrarse sin pelo. Iba así a los restaurantes. Y por la calle. Un día, rememora, llevaba un pañuelo en la cabeza y comenzó a soplar el viento: «Antes de que saliera volando preferí quitármelo». El sentido del humor ha sido un gran aliado. Para ella y para su familia, que lo comparte. «No tengo un pelo de tonta» o «la ocasión la pintan calva» eran respuestas habituales en casa con las que acababan todos riendo. Cuando alguien se mostraba sorprendido por esto ella contestaba que con el cáncer tenía un problema, pero que con una depresión tendría dos. También ha tenido que aguantar comentarios de todo tipo. Recuerda cómo una señora de Sant Antoni, a la que apenas conocía, al saberlo, le dijo: «Bueno, al menos ya tienes a los niños criados».

En todo este tiempo han sido muchos quienes se han sorprendido de que siguiera aquí todo el proceso y quienes le han recomendado que, teniendo familia en la Península (es asturiana), se tratara fuera de la isla. Ella siempre tuvo claro que quería tratarse aquí: «Me han atendido genial. Tanto médica como personalmente. No podría haberme sentido más querida».