Todo el mundo se acuerda de aquello que dijo el comandante Neil Armstrong al pisar por primera vez la superficie de la luna, después de que el Apolo XI se posara sobre el Mar de la Tranquilidad: «Un paso pequeño para el hombre, pero un salto gigantesco para la humanidad». Luego descendió del módulo su compañero Buzz Aldrin y su cita, más sentida y sincera, quedó relegada al olvido. El astronauta describió el paisaje lunar con sólo tres palabras: «una magnífica desolación».

Cuando se conduce por los estrechos caminos del campo de Sant Francesc de Formentera, flanqueados por higueras apuntaladas y muros de piedra seca, hasta alcanzar el Cap de Barbaria, parece inevitable no acordarse de Aldrin. Su magnífica desolación se ajusta a este paisaje lunar como un guante: una vasta nada, exenta de vegetación salvo unas pocas sabinas agazapadas aquí y allá, la presencia del faro en el horizonte, como la nave recién aterrizada, y el gris del asfalto que serpentea levemente hasta sus pies con una trazada errática.

Inexorablemente, la memoria también proyecta aquella escena exuberante de Paz Vega en ‘Lucía y el sexo’ (Julio Medem, 2001), apostada sobre la Mobylette, con la mirada encendida, decidida, y el faro a la espalda, tras emerger de la oscuridad más tenebrosa envuelta por la luz sanadora de Formentera. Aprieta el puño del manillar y acelera hacia el resto de su vida, dispuesta a manejar el rumbo en vez de dejarse arrastrar por la marea como un tapón de corcho. Es Cap de Barbaria, como es Vedrà en Ibiza, constituye un símbolo de renacimiento; un enclave donde encontrar el punto de inflexión anhelado.

Basta con descender la suave cuesta hacia el faro cuando no hay nadie -en esta época del año, a ratos, aún es posible disfrutarlo en solitario-, acercarse a sa Cova Foradada, insólito agujero en el suelo sin indicio que lo anticipe, y dejarse engullir por la isla hueca para renacer después al borde del acantilado, donde el infinito se parte en dos azules.

Al emerger de las entrañas de la tierra, hay que bordear la valla de piedra que envuelve el faro y que, sin embargo, no lo aísla de los grafiteros. Sus mamarrachos constituyen la única mácula en el paisaje. Aunque es la luminaria más meridional del archipiélago balear, resulta más bien modesta. Un cilindro de hormigón de tres metros de diámetro y 17 de altura, que se alza sobre el acantilado a casi a 80 sobre el nivel del mar. Desde 1971, cuando fue construido, parpadea con una luz blanca cada 15 segundos. Los automatismos que ya existían por entonces permitieron prescindir de farero. Se ocuparon de él primero los de la Mola y ahora los de Ibiza, que lo controlan a distancia.

Luego se puede seguir la línea del acantilado hacia el Este y deambular por esos senderos que sortean cardos, hierba seca y esos interminables montículos de piedras que los turistas construyen al atardecer, empujados por una fiebre invisible. Quieren dejar su huella en el Mar de la Tranquilidad de Formentera; una antena que tal vez les radie el magnetismo de Barbaria hasta sus frías capitales nórdicas, mientras aguardan la llegada del próximo verano.

Y al final del camino, la torre des Garroveret, erigida en 1763 según los planos de Joan Ballester de Zafra. Troncocónica, de dos plantas y plataforma con parapeto, como las de Ibiza. Incluso dispuso de un cañón que apuntaba a la inmensidad. Unos pasos alejados de ella suele haber un gran símbolo hippie de la paz dibujado con piedras; un recordatorio caduco de la terquedad humana y su impulso por colonizar el paisaje allí donde solo la naturaleza debería poder tomar la palabra.

A lo largo de la historia han pisado la luna doce astronautas, pero también los miles de viajeros que todos los años recorren los escenarios pétreos y contemplan el atardecer en el Cap de Barbaria. Una luna distinta a la de Murakami; ni fría ni egoísta para compartir su belleza, pero luna al fin y al cabo.