Con cemento y asfalto hemos arrasado y sepultado paisajes y tal vez nos damos cuenta demasiado tarde de que no podemos vivir sin el aire, sin el mar y la tierra.

Una de las pérdidas más graves que ha provocado la urbanofilia, la concentración de la vida en las ciudades, es la ruptura del diálogo que hasta mediados del siglo pasado había existido entre el hombre y la naturaleza, algo que ahora intentan recuperar los movimientos conservacionistas, y que también se manifiesta en la imperiosa necesidad que los urbanitas tenemos de poseer una residencia en el medio rural o, más sencillamente, de pasar los fines de semana en el campo, lejos del cemento y el asfalto de edificios y calles. Y esa necesidad es tan imperiosa que, incluso en lugares tan pequeños como Ibiza, donde el campo y el mar están a un tiro de piedra, nos perdemos siempre que podemos en los caminos de la geografía interior, en los bosques y en las playas. Cuando en estos textos hablamos con tanta insistencia de estos paisajes de la memoria no nos mueve la nostalgia, sino la necesidad de recuperar aquel diálogo que tuvimos con la naturaleza y que en nuestra niñez todavía pudimos vivir con absoluta naturalidad.

El mar entraba cada día en la ciudad en los pequeños carretones cargados de cajas de pescado que las asentadoras de la Peixateria empujaban desde los muelles, por los Andenes, por las calles de Emili Pou y Manel Sorà, hasta sus puestos de venta. Y también la tierra entraba en la ciudad, por la calle de las Farmacias, en los otros carros que los payeses traían llenos de verduras y frutas para abastecer el Mercado. Incluso los ruidos y los olores de la pequeña ciudad eran esencialmente rurales en las tiendas y en los talleres artesanos y de antiguos oficios que mantenían una clara hilatura con el campo y que luego fueron desapareciendo. Era el caso de la fragua, la guarnicionería, la alpargatería, la carbonería o la lechería. Y lugares de encuentro con el mar y la tierra eran también el matadero Municipal, el astillero y sobre todo los muelles por el trajín que generaban los motoveleros en su carga y descarga de sal, patatas, madera, carbón, cerdos o volatería. Hoy, en cambio, los herméticos contenedores que entran directamente en el vientre de los grandes barcos nos ocultan toda forma de mercadería que, por otra parte, las más de las veces nos produciría desencanto, no en vano viaja manufacturada, envasada, manipulada. Todos estos ocultamientos, en fin, han dado al traste con la inmediatez que para nosotros tuvo la naturaleza que ahora vemos en una muda distancia, como un ámbito exterior que nos es ajeno. Hemos perdido, en resumidas cuentas, el diálogo que en un tiempo tuvimos con el mar y la tierra.

Yo diría que en la vida que hacemos ahora hemos extraviado la mirada. Vemos, pero no miramos como antes. Y hay un abismo entre la percepción pasiva de una imagen y la de quien mira con intencionalidad, con el interés de captar, penetrar y poseer la realidad que se nos ofrece. La palabra paisaje nos remite a país, a la tierra que pisamos y nos pertenece. Incluso cuando estamos en un país extranjero, los paisajes nos los llevamos con nosotros en la memoria o en fotografías y hablamos de ellos como si, de alguna manera, nos pertenecieran. Y es que, en cierta manera, nos los apropiamos. Pero la palabra paisaje tiene también relación con paisanaje, en el sentido de que quienes habitamos un mismo país, compartimos un mismo paisaje, somos paisanos. En este sentido, la naturaleza, en tanto que paisaje, es una pertenencia común, colectiva, de todos los que la habitamos. La tierra tiene propietarios, pero el paisaje no tiene dueños. A partir de aquí, la defensa del paisaje es un derecho y no tenemos derecho a manipularlo. Y los paisajes, por otra parte, son siempre significativos, nos implican, nos impactan, no nos dejan indiferentes. En els Amunts, en el mirador de es Cubells, en las playas de Comte o frente al Vedrà, en su silencio, el paisaje nos habla.

Mudos

Y somos nosotros, paradójicamente, los que nos quedamos mudos, cosa que no importa demasiado porque el diálogo con la naturaleza es una vivencia y no pide palabras. A este respecto, recuerdo que, el pasado enero, un buen amigo me llamó por teléfono para decirme su gozo y asombro frente al paisaje extasiado de ses mimves en cala Boix, un espectáculo que describió como «indescriptible». Es a lo que me refiero cuando hablo de sentir el paisaje como una realidad viva, en absoluto inanimada. Cada paisaje es distinto, tiene su propio carácter, su singular expresión, su propio mensaje. Y en su particular manifestación, si sabemos mirarlo, podemos sentirlo. Podríamos incluso decir que cada paisaje tiene su propia alma. Y que esa entidad la que nos seduce, la que nos exige su conservación como legado.

Los filósofos de primera hora no consideraron inanimada a la naturaleza. Postulaban el alma del mundo con la que el hombre dialogaba en armonía. El quebrantamiento de ese diálogo que sufrimos hoy no lo comprobamos únicamente cuando vivimos de espaldas a la naturaleza, sino, sobre todo, cuando le damos una acepción superficial a la palabra paisaje, la de ver sin llegar a mirar, la que practicamos cuando nos quedamos en la superficie de lo que vemos, en la piel del paisaje sin entrever su dimensión más profunda. Educados en la idea de que la naturaleza es una realidad inerte, no sabemos leer los paisajes. En cierta manera, recogemos la cosecha de nuestra propia siembra. Pero la reconciliación con la naturaleza es siempre posible. Sólo exige sentido común y sensibilidad, recuperar esa excepcionalidad de la mirada que restablecerá el diálogo que hemos tenido interrumpido con el mar y la tierra. Y aquellos paisajes acostumbrados y anodinos por cotidianos, aquellos retales de naturaleza que tantas veces hemos pasado por alto, veremos con sorpresa que adquieren vida, que se expresan y todavía nos golpean. Estaremos en ese otro mundo que atisba y dice el poeta.