Opinión

El Sombrerero Loco vive en Ibiza

No nos engañemos. Ésta no es la isla blanca. Ni el paraíso. Esto es el país de las pesadillas de Alicia. De Alicia, de Juan, de Sofía, de Carlos... Nos hemos caído todos por el agujero persiguiendo el futuro blanco sin darnos cuenta y hemos aparecido en un mundo lleno de puertas, pero no tenemos la llave de ninguna. El gato de Cheshire (o de Berlín, Moscú, Dubái, Ámsterdam...) se ríe de nosotros subido al árbol de su villa con vistas al mar; la Morsa y el Carpintero se ponen ciegos a ostras y caviar mientras quienes les sirven agonizan día a día, y la oruga, con todas sus muchas piernas en la postura del loto, nos ahoga con el narcótico humo de su cachimba mientras se hace de oro a base de conseguir que la gente se pregunte quién es y busque su verdadero yo. «Bébeme», «cómeme», reza Ibiza por todos lados. «Bébeme», «cómeme», sí, a precios que sólo puede asumir la Reina de Mansiones —«¡Cóóóóóórtenle la cabeza!», clama mirando a los trabajadores que no llegan a fin de mes— en una isla en la que los sombrereros locos nos venden que van de reunión en reunión, pero se pierden en discusiones inútiles en una merienda de la que todos salimos hambrientos y sedientos a pesar de que nos han puesto mil tazas llenas hasta los bordes delante de las narices. Tazas las que, a la hora de la verdad, no nos han dejado ni dar un sorbito. Despertemos de la pesadilla.

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