El ADN ibicenco es conservacionista

Xescu Prats

Xescu Prats

Cada vez que un incendio calcina una cordillera, un huracán barre una ciudad hasta los cimientos, la sequía desertiza campos antaño fértiles o la naturaleza exhibe su furia mediante cualquier otra plaga bíblica, con frecuencia y virulencia progresivas, me pregunto cómo es posible que aún haya gente capaz de negar el cambio climático.

Mientras la civilización parece condenada a la autodestrucción por los abusos y desequilibrios sistemáticos y el nulo interés por salvaguardar el entorno, se me antoja inexplicable que los políticos de las formaciones mayoritarias, en lugar de adoptar un frente común en pro de estrategias conservacionistas, sigan inmersos en este inmovilismo que nos aboca al desastre.

El interés general es sistemáticamente pisoteado por el poder de esos pocos que aglutinan los recursos naturales y económicos, y se dedican a especular con ellos. Por razones incomprensibles, se ha determinado que las formaciones de derechas deben renegar o cuanto menos minimizar las estrategias conservacionistas que pueden frenar este proceso de deterioro. Y en paralelo, las izquierdas parecen empeñadas en abanderar dicho movimiento con exclusividad, tratando de dinamitar las iniciativas de sus oponentes y demostrándonos que sus actuaciones son igualmente irrelevantes.

Lo más inquietante es que, desde el punto de vista de la sociología política, dicho razonamiento no tiene el menor sentido. Si acudimos a una perspectiva local, se entiende mejor. En Ibiza, por ejemplo, los principales caladeros de votos de la derecha se hallan en el entorno rural, cuyos habitantes aún conservan el carácter conservacionista de sus antepasados, y entenderían y apoyarían cualquier iniciativa destinada a racionalizar el consumo de los recursos naturales.

Son personas que, por herencia y aprendizaje, sienten repulsión hacia el derroche. Las fincas ibicencas constituían un ejemplo de sostenibilidad y adaptación al medio. Los campos se cultivaban alternando productividad y barbecho, el agua se empleaba con austeridad, los bosques se aprovechaban garantizando su conservación y todo se reciclaba, conformando un ciclo armónico difícilmente superable. Esa vida, por una necesidad comprensible de confort, ya no existe. Pero basta con charlar unos minutos al respecto con cualquier agricultor o pescador, para comprobar que dichos valores siguen impresos en el ADN del ibicenco.

Desde ambos frentes de la política local se persiste en ignorar este carácter conservacionista del isleño y se permite que nuestro frágil territorio continúe sumido en un deterioro constante, sin corregir el rumbo. Hemos dejado que los pozos se salinicen, mientras arrojamos al mar el agua reciclada de las depuradoras porque no hemos invertido un mínimo en hacer que su ciclo sea sostenible, a pesar de que somos una comunidad rica. Permitimos que se sigan construyendo colmenas de pisos y urbanizaciones, concebidas exclusivamente para especular, sin proporcionar alivio al dramático problema de la vivienda que sufre el residente. De esta manera se fomenta un crecimiento poblacional desmadrado y el consiguiente despilfarro de recursos.

La isla se ha infestado de serpientes porque nadie se ha atrevido a parar a tiempo la importación de árboles ornamentales o, como mínimo, ajustarla a un calendario que redujera los riesgos. Dejamos a los piratas que arrasen impunemente la posidonia creando campos de fondeo irregulares. Los vertidos de aguas sucias, tanto legales como ilegales, han transformado las aguas cristalinas de algunas playas en ciénagas y cada temporada se registran más orillas afectadas.

Nos regimos por las cifras de crecimiento turístico como sinónimo de éxito, en lugar de centrarnos en una rentabilidad sostenible. La isla se satura de vehículos hasta un extremo infame, mientras los políticos andan a la gresca por egos y logotipos. Se permiten grandes extensiones de jardines tropicales, en lugar de imponer el uso de especies autóctonas, y se siguen autorizando piscinas como si no estuviésemos en una situación de prealerta de sequía permanente.

Imagino que muchos lectores observaron la dramática comparativa realizada hace unas semanas por el Instituto Geográfico Nacional, que mostraba una imagen de Ibiza desde el cielo, tomada hace un año, y otra de ahora. La primera exhibía una isla verde de cabo a rabo. En la segunda, el verde trasmutaba a una tonalidad desértica, con la única excepción de las masas forestales de los montes.

El tiempo nos ha demostrado que los políticos sólo se unen ante la tragedia, cuando ésta ya llama a las puertas. Ibiza necesita una estrategia seria, consensuada y contundente, que fomente la recuperación del territorio. Ni siquiera parece valer el argumento, absolutamente cierto, de que vivimos del turismo y éste requiere de unos paisajes mínimamente acordes con las expectativas de quienes nos visitan.

El cambio climático es un fenómeno global incontestable y refrendado por toda clase de datos y argumentos científicos, que también hay que combatir localmente. Sin embargo, en Ibiza, a tenor de las actuaciones y estrategias impulsadas por las administraciones isleñas desde hace años, nadie parece estar a la altura de un desafío que amenaza el futuro de la próxima generación.

@xescuprats

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