De todas las descalificaciones con las que podrían haber arremetido contra la ministra de Igualdad, sus rabiosos opositores han echado mano de la más grosera. La podrían haber encarado por ser una ignorante, una inepta, por desoír a los que saben más que ella, por su imprevisión, por ser una nefasta estratega política, por arrogante, por no admitir sus errores y traspasarlos deslealmente a otros poderes del Estado, por desatender a los más vulnerables. Todo eso le podían haber recriminado, esforzándose en convencernos con sus razones. Pero a sus detractores más furibundos debe parecerles poco y han considerado que lo más condenable de su desempeño no es su gestión, sino con quién comparte su tiempo cuando sale del Ministerio.

La estaban esperando. La ejecución de la ley de Garantía Integral de la Libertad Sexual, la del «solo sí es sí», les ha dado la excusa para saltarle a la yugular. Entre todas las formas posibles en las que podían atacarla, han elegirlo hacerlo por el flanco de la intimidad y con la artillería más carca.

La humillación que se busca infligir es máxima porque se da por supuesto que Irene Montero, la ministra en cuestión, ha de ser un baluarte del empoderamiento feminista, un ejemplo a seguir. Sus airados críticos la descabalgan presentándola como una tontaina maliciosa, que ha medrado en política propulsada por un macho poderoso.

No es no, cierto, y en un Estado democrático hay límites que respetar y reglas que observar. Eso vale para unos y para otros. Si la ministra de Igualdad ha pecado, supongamos, de soberbia, no la deslegitimarán con una andanada de insultos y ataques personales.

Quien sostiene que Irene Montero ejerce su Ministerio, más que por ser quien es, por estar con quien está pone en jaque todo el sistema democrático, y eso es mucho más serio que con quién se acueste o se deje de acostar ella o cualquier otro cargo electo.

Esos argumentos se revuelven contra ellos mismos y no hacen más que recordarnos cuánto tiempo llevamos echando en falta cierta finura en el discurso y un poco de elegancia parlamentaria.

Lo que se ha visto esta semana en el Congreso tiene poco que ver con la política y, curiosamente, mucho con la violencia machista, que también se manifiesta verbalmente y puede provenir de una mujer, por si alguien aún no había caído en ello.

La ministra de Igualdad, que empezó la semana siendo la culpable del desaguisado provocado por el que debería ser su mayor logro, la acaba convertida en una nueva víctima de la violencia patriarcal.