Noviembre nos devuelve a la infancia con su festivo bodegón de moniatos, castañas, caquis y granadas. Sajábamos las castañas con una navaja y salpicadas con agua, las braseábamos en una sartén que con el culo lleno de agujeros parecía un colador, las envolvíamos con hojas del Diario de Ibiza para que llegaran calentitas a la mesa camilla y al comerlas nos tiznábamos las manos como carboneros. Los moniatos los asábamos envueltos en papel de plata y abiertos, sin quitarles la piel, nos comíamos su dulcísima sustancia amarilla que, de puro blanda, se deshacía en la boca. Y luego estaban los membrillos que comprábamos en Ca na Junquereta. Secos, acres y un punto ácidos al morderlos crudos, eran pura miel en confitura o melaza. Frutos decorativos por su rugosa textura, por sus intensos amarillos y los oscuros verdes de sus hojas, daban un fresco perfume en las casas. Se dejaban incluso en los armarios para que sus aromas impregnaran la ropa.
Otra fruta otoñal era el exótico caqui o palosanto que convenía comprar en sazón para evitar asperezas, pero que por su fina piel exigía delicadeza para que no llegara casa espachurrado. Las dulces y pegajosas lenguas de sus carnes blandas y gelatinosas eran un auténtico regalo para las papilas gustativas.
Y luego estaba la granada, la malum púnica o manzana cartaginesa que hace 5.000 años ya se cultivaba en Egipto. Fruta acorazada, adorna su corteza coriácea con una corona. La granada es una bomba de semillas, bellísimos rubíes enceldados por laminillas amargas en una geométrica estructura que recuerda el panel de las abejas. La granada madura se resquebraja sola y al presionarla emite un extraño crujido. Lo ideal es comerla desgranada y con azúcar para mejorar el sabor agridulce de su pulpa. Estos frutos otoñales, más que otros nos devuelven a la infancia y nos descubren que el paladar tiene memoria.